Por Ricardo Rivas, periodista
Miramar, unos 470 km al sudeste de Buenos Aires, es conocida desde muchas décadas como “La Ciudad de los Niños”. De playas extendidas sobre el Atlántico Sur, contrastan sus veranos ruidosos con el silencio de los inviernos que parece respetar la quietud por la que optan sus casi 33 mil habitantes. De calles limpias por las que transitan cientos de bicicletas y triciclos; con un bosque energético en el que miles de visitantes aseguran que “inexplicablemente” pequeños y medianos maderos se mantienen en equilibrio sin ser vencidos por la ley de gravedad, en los últimos dos años es también un paraje siniestro en el que los cadáveres de cuatro niños desaparecieron de sus tumbas. Un horror.
Con el amigo Ray Collins, experto en crímenes y biógrafo de Zero Galván, un teniente jubilado del Precinto 56 en Nueva York, almorzamos en Lo de Nanni, en el 1.485 de la Avenida 9. Unos antológicos raviolones de salmón nero di sepia con salsa mediterránea, maridados con un Antinori Chianti, con razonable guarda en la cava de Nanni, nos permitieron recordar viejos años en algún lugar poco edificante con compañías para nada recomendables.
En la sobremesa, Ray quiso saber de “los cuerpitos robados”. Con el segundo café, aunque no había mucho para decir, le expliqué que “cronológicamente, los familiares de cada uno de ellos descubrieron con espanto que los cadáveres de Matías Valentino Fernández, 24 meses; de Ciro Aranda, 14 meses; de Ciro Lescano, 4 meses; y de Liam Rodríguez, 24 meses, desaparecieron de sus sepulturas”. Escuchó con atención. Un pesado silencio reflexivo fue su respuesta. Propuso caminar por la 9 hasta el mar. Sus manos de dedos cortos llevaron la vieja pipa hasta sus labios. “¿Qué se dice sobre estos casos?”, preguntó. “Solo suposiciones. Ninguna pista. Sin sospechosos”, respondí. “Se habla de ritos satánicos, de magia negra o roja. Nada serio ni creíble”, agregué.
Con la mirada puesta en el horizonte y mientras una efímera voluta de humo era destruida por el viento sur, Collins recordó que “desde 1881 la Argentina tiene registros de robo de cadáveres. En aquel año, ‘Los caballeros de la noche’, robaron de la bóveda familiar, en el Cementerio de la Recoleta, los restos de Inés Indart de Dorrego. A sus familiares, horas después, les exigieron 5 millones de pesos para recuperarlos. Los chantajistas amenazaban con que si no pagan ‘la justa crítica de una nación os cubrirá de vergüenza y el ilustre apellido quedará manchado para siempre’. Los extorsionadores, liderados por un noble belga de solo 27 años, Alfonso Kerchowen de Peñarada, fueron todos capturados, el cadáver recuperado, pero la banda recuperó con el tiempo la libertad porque ninguna ley penaba ese tipo de hechos. Solo desde 1886 es delito sustraer ‘un cadáver para hacerse pagar su devolución’. ¿Se conoce de algún pedido de rescate para que los familiares recuperen los restos de los niños robados de sus tumbas?”. El relato me sumió en múltiples reflexiones. El robo de cadáveres, aún hoy, en este país, no es delito.
Cuatro familias en Miramar viven con la angustia de no saber qué pasó con sus pequeños hijos fallecidos. No tienen dónde recordarlos. Preguntan sin obtener respuestas. No hay delitos para investigar. Días atrás, Noelia Lezcano –la mamá del infortunado Ciro– de quien solo pudo recuperar su chupete que recogió entre la tierra removida en torno de la pequeña tumba profanada, cuando intentó pedir explicaciones al intendente Germán Di Césare, le estrellaron la puerta del despacho en la cara. Los vidrios estallaron. La historia oficial le recrimina los daños provocados. El municipio instaló 16 cámaras de seguridad en el cementerio donde, como canta el Nano Serrat, “los muertos están en cautiverio”. Di Césare, en campaña electoral, quiere ser diputado provincial. Noelia, ahogada en llanto, quiere que su “angelito descanse en paz”. Junto a Ray Collins nos envolvió el silencio. Aunque comiencen con las mismas letras, misericordia y miserable no se parecen en nada.