- Por Bea Bosio
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Subo apurada al avión que va a San Pablo, repasando mil cosas pendientes que tengo en la cabeza. Es un miércoles cualquiera y sigo enredada al teléfono, organizando el resto de la semana que transcurrirá en mi ausencia. Un aviso me obliga a apagar el celular y al poco tiempo reparo en la mujer que viaja a mi lado. La que al despegar el avión se aferra a un rosario blanco de plástico y llora en silencio. Y Reza.
No necesita cruzar palabras conmigo porque intuyo lo que le pasa. No me sorprende cuando me dice que su destino final es España. Y aunque al principio me miente –porque me larga una retahíla fantasiosa y bien estudiada– poco después se suelta, cuando un pozo de aire la espanta y logro calmarla.
En realidad, es su primera vez en un avión –me dice como justificando el sobresalto–. Su primera vez lejos de casa. Dejó su Canindeyú natal esta mañana al despuntar el alba. Besó a sus hijos y fue a esperar el colectivo en la parada. No quiso alargar la despedida –me cuenta– y prefirió que fueran a la escuela, a que fueran al aeropuerto a llorarla.
Ya en ritmo de Asunción, todo ocurrió mucho más rápido. El aeropuerto, los pasajes a Barcelona, la soledad y ese silencio asustado de quien habiendo acariciado una idea en el calor del campo, la ve concretarse a pasos agigantados:
El pasaporte, las deudas contraídas con el apoyo de la familia para el viaje, y la certeza de que con tanta esperanza empeñada, no cabecobardías en la maleta.
Veo el esfuerzo puesto en la ropa. En los zapatos. El maquillaje. Lleva un atisbo de ilusión y un toque de aletargada tristeza (Si está nerviosa no lo demuestra).
Me pregunta si estuve allí, a donde ella va. Le digo sí y le pregunto si alguien la espera. Me responde que sí. La prima de una vecina y luego me da alguna otra referencia lejana, hermanada en la pobreza. De pronto, abre su bolso y saca una foto (De papel, esas que hoy ya casi no se ven).
Son sus hijos. Dilce y Daniel. Sonríe, trata de verse convencida. Los miro e intento ocultar mi pena.
El tiempo pasa. Sigo hablando con ella. El libro que tenía pendiente para el vuelo sigue inmutable sobre mi falda. Postguerra del Paraguay.
Lo miro y pienso en que mucha diferencia no hay entre la “residenta” de entonces y esta mujer moderna. La que me consuela sin palabras, cuando la mirada se me nubla al ver a esos niños que serán solo de papel, hasta que Dios –o “La Migra”– lo decidan…
Su historia repetida en tantas historias… mujeres aguerridas, silenciosas, resignadas, como si fuera un signo inexorable aquel mandato ancestral de ser reconstructoras y forjadoras de la patria.
El avión aterriza en San Pablo, bajamos juntas y nos separamos en la manga. Le sorprende el abrazo que le doy de corazón antes de dejarla. Y camino mis pasos y continúo mi vida, y no sabré de ella pero esperaré que todo le salga como soñaba.
(Ojalá ya sea el cielo de Barcelona –y no un avión con tus sueños deportados– el que te cubra esta noche, Nancy… y que Dios bendiga y proteja tus días en España).