Por Ricardo Rivas, periodista

Con Santiago Julio Novoa Quintana –El Chago–, un artista tan fenomenal como multifacético, volvimos a nuestro viejo barrio, el Bajo Belgrano, en la zona norte de Buenos Aires. Era el viernes 21 de junio pasado. Nos encontramos en el bar Lidoro, justo en la esquina de Lidoro Quinteros y avenida Del Libertador, muy cerca del estadio Monumental. Con los dos primeros cafés, los recuerdos emergieron como duendes. “Hoy, hace 50 años, Luis Alberto (Spinetta) estrenó ‘Muchacha’”, dijo “El Chago” en tono de evocación.

Spinetta, para millones “El Flaco”, es para nosotros, y muchos de ese nosotros que nos ubica medio siglo atrás en el Instituto San Román de los curas Agustinos Asuncionistas, donde las calles Migueletes y Echeverría se cruzan, es solo Luis Alberto, como lo llamábamos en el colegio.

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“Aquella muchacha tenía los ‘ojos de papel’ porque, en verdad, Luis Alberto escribió aquellos versos luego de dibujar de memoria a Cristina (Bustamante), la mujer de la que se había enamorado y que, en su sueño, lo miraba solo a él desde esa cartulina”, explicó “El Chago”. Creí ver sus ojos humedecidos.

Novoa, junto con Emilio del Guercio, Edelmiro Molinari y Rodolfo García, todos compañeros en aquel secundario mítico, fue el primero de los tecladistas de la banda que se formó en torno a Spinetta. Fueron The Sbirros y, más tarde, Almendra. En el San Román ensayaban en el Salón Kennedy, pero algunos años antes, cuando comenzaron, inventaban el rock en un piano que descubrieron en la vieja cervecería La Selva Negra, ya demolida, en la calle Juramento.

“Luis Alberto fue mi celador”, le dije a “El Chago” con orgullo. Nuestra profe de literatura era Antonia Caputo de Gallichio. Grandiosa. “Alguna vez, cuando en una de sus clases comenzó a explicarnos poesía desde una perspectiva técnica, le pregunté: ‘¿Qué es un poeta, profesora?’ Sin dudarlo, a la vez que con dulce firmeza, respondió: ‘El alumno Luis Alberto Spinetta’”. Novoa, deslumbrado, celebró el recuerdo y aseguró no conocer aquella historia. “Antonia –continué– no encontró mejor ejemplo porque Luis Alberto, cuando cursaba el tercer año, publicó algunas de sus poesías en la revista Adelante, que se editaba en el colegio. Roberto Pardo, otro buen amigo desde entonces, me envió parte de aquellas publicaciones que atesoró”. Nos envolvió un pequeño silencio. Exhibirlas tornó sepia la conversación.

“Cristina –recordó Chago– vive en Chicago, Estados Unidos, tiene dos hijos y cada tanto nos comunicamos. Era la hija del encargado del edificio de la calle Arribeños, casi llegando a la vía del tren donde vivía Del Guercio. Allí ensayábamos también”.

Contó “El Chago”: “Una noche olvidamos la llave de la casa de Emilio. Era de reja. La trepamos y, cuando estábamos en eso, muy de madrugada, despertamos a un vecino que salió a prepotearnos. Nos cagamos a trompadas hasta que, cuando percibió que era más lo que recibía que lo que daba, nos propuso olvidar todo. Nos tendió la mano y se presentó: ‘Soy El Ronco (Ermindo) Onega’. Casi todos de River, le acomodamos la ropa, lo abrazamos, lo despedimos con afecto y todo quedó allí”. Ermindo, una verdadera estrella, en 222 partidos nos hizo gritar gol 98 domingos.

Dejamos el bar atrás y muchos recuerdos para el próximo encuentro. Caminamos silenciosos hacia el Monumental como cuando éramos pibes. Llegamos hasta Victorino de la Plaza y Barilari. “La esquina de Soda Stereo”, como se la conoce ahora. Para nosotros es donde vivía la familia Alberti. Era la casa de Tito Alberti –el papá de Charly–, gran baterista, como su hijo, músico de excelencia, que marcó una época con sus creaciones. Con Chago nos miramos y sin decir palabra va, comenzamos a cantar uno de sus temas: “Yo tengo un elefante que se llama trompitaaaa…”. Nos reímos, quizás, de aquella juventud soñada que tuvimos y disfrutamos. Casi un mes después del estreno de “Muchacha”, el 20 de julio, Neil Armstrong pisoteó la Luna y le clavó una bandera hiriéndola para siempre. ¿Para qué?


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