Por Ricardo Rivas, periodista
Era 1981. Tiempos de dictadores, genocidas y terroristas de Estado. Desde enero, junto con Don Roberto Galán –el mismo de “Si lo sabe cante”– a partir de las 6:00 de cada mañana, en el bar El Ciervo de Oro, Arenales y Riobamba, Buenos Aires, desayunábamos y preparábamos “Radio País”, que iba de lunes a viernes en radio Splendid.
Con Eliseo Álvarez, jóvenes periodistas ambos, éramos “los movileros” que completábamos un equipo de estrellas. Además de Roberto –al que los dictadores sacaron de la lista negra que le impedía trabajar por peronista– entre otros grandes de la radio, estaban los colegas Mario Truco y Roberto Sanmaritano; el ex árbitro de fútbol Guillermo Nimo y Chico Novarro, también prohibido, con el compromiso de que solo hiciera humor. Con el paso de los días, aquella sorpresa inicial que con Eliseo compartíamos por trabajar junto con tantos famosos y convivir una buena parte de cada día con ellos, quedaba atrás.
Galán nos explicó que los milicos lo prohibieron por acompañar al general Juan Domingo Perón, en su exilio panameño y, lo señalaban como quien le presentó a Isabelita (María Estela Martínez Cartas, primera mujer presidente en Argentina por el voto popular derrocada el 24 de marzo de 1976), cuando residían en Panamá, lo que negaba enfáticamente. Chico, por su parte, confidenció que a él, le impedían cantar –su medio de vida– “porque me acusan de que la letra de ‘Carta de un león a otro’ es subversiva”. Las penurias incrementaban la vincularidad. Cada uno tenía su qué contar y las preguntas eran pocas. Había mucho de consuelo en cada cafecito.
Roberto, una mañana nos llevó a otra mesa a Eliseo y a mí para decirnos que, con nuestros móviles, ubicados en barriadas populares, recolectaríamos “bronce para construir el monumento del pueblo a Carlos Gardel”. Nos sorprendimos. “La gente sabrá dónde están ustedes y se acercará para donar pavas, manijas de puertas, canillas… lo que tengan para que, finalmente, todos esos metales se fundan y utilizarlos en la construcción de la estatua”. Nos sedujo. Empezamos media hora más tarde.
Sin embargo, un 27 de mayo, me indicaron que ese día no juntaría bronce. “Usted va a cubrir un homenaje a Jorge Newbery porque hoy es aniversario de su nacimiento”, me ordenó en tono marcial un directivo de la radio ocupada por un aviador de poco vuelo. Disgustado, antes de salir hacia el lugar indicado, como no sabía más que lo básico sobre aquel volador ilustre, llamé al colega Francisco Nabor “El Negro” Juárez, gran conocedor del personaje, para tener qué decir.
El encuentro con la memoria de aquel héroe, en una zona con amplios parques en Palermo, fue poco atractivo. Un puñado de aeróstatas supérstites y una reducida banda militar con pretensiones de marcialidad desafinada en cada nota musical. Desalentador. Verificamos lo previsible, éramos, el único medio presente en el lugar. ¡Una exclusiva con la nada! En ese contexto, mi relato fue tan sencillo y como histórico. Recordé al homenajeado como “pionero del poder aéreo de la Patria” y, por fuera de ello, como “parte de una familia de origen irlandés de estrecha relación con Butch Cassidy, Sundance Kid y la novia de ambos, Ethel Place, a los que en 1901 sugirieron esconderse en la patagónica Cholila (1.780 km al sudoeste de Buenos Aires) para escapar de los agentes Pinkerton que pusieron precio a sus cabezas”.
Miradas inamistosas convergieron sobre nosotros. “Sin embargo, la tranquila libertad de Butch, Sundance y Ethel fue solo pasajera. Newbery y su familia también eran amigos de los Pinkerton y del comisario Edward Humphreys, residente patagónico de origen galés quien, al parecer, alertó a los bandidos de sus perseguidores. Huyeron a Chile”, agregué. Cuatro soldados nos rodearon. El interrogatorio no fue amable. Enérgico, Galán explicó a nuestros captores que “no entendieron el valor histórico de lo que dijo el periodista”. En la madrugada del día siguiente no desayunamos café con leche ni medialunas. Resistencia sin heroísmo y sin bronce.