Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

Hay un heroísmo callado que no tiene tiempo para el debate existencial de modelos fallidos o injusticias. Una tribu silenciosa que apenas saca la cabeza de la extrema pobreza y cabecea en soñolientos colectivos cuando el día empieza, ingresando a la ciudad para ocupar un pequeño espacio-casi invisible-que en Asunción le asegura la mínima subsistencia. Cientos de miles de almas que se trasladan a la capital todos los días y llegan a su lugar de trabajo u ofrecen sus productos en las esquinas, o en los mercados, y venden “Fruta, señora, remedio yuyo para tu tereré mi reina, chipa, chipa, comprame a mí, señorita….” O alimentan. A los mismos que llegan desde lejos y acuden a un locro en el descanso del medio día, o a una empanada frita para soportar las horas que no darán tregua hasta caer la noche. Cuando volverán a cerrarse las persianas metálicas y dejarán de fundir metales las herrerías. O de moldear llaves las cerrajerías. Y descansarán los mostradores y oficinas. Y otra vez se hacinará el colectivo soñoliento, esta vuelta intolerante y más arisco, apretado y quejumbroso en el catarro crónico de motores desahuciados. Hederá el sudor acumulado, y volverán las mil paradas del camino hasta que por fin, sonará el timbre. Entonces serán las cuadras de la noche oscura del barrio, el último estado alerta necesario. Y luego la casa. Fugaz descanso. Y el despertador de nuevo desvelado, que arrancará otro día. Que serán semanas. Meses. Años. Hasta que den las fuerzas, porque ese heroísmo callado no imaginará promoción laboral o social alguna, y nacerá y morirá en el pequeño puesto que ocupó siempre. Apostándole a la dignidad de ganar el pan honestamente, aunque el sistema vuelva indigna la honestidad tantas veces. Algún hijo tomará la posta en el futuro, y llegará el descanso si hay suerte.

Así planea María, que entrena a su hijo que sirve la comida y me cuenta sus horarios y el periplo diario para llegar al mercado. La espalda empezó a dolerle con los años, pero todavía no la detiene. Se acerca el medio día y los clientes empiezan a ocupar las mesas compartidas. El trajín es infernal en la cocina. Locro, locrillo, “moñito”, bori. ¿De gallina casera? -le preguntan-claro asiente ella. Y sirve con una mano, y con la otra controla un estofado, mientras observa el movimiento de afuera con ojos ávidos. A medida que los clientes terminan de comer, va cobrando. Veo tantas mesas y puestos de cocina en el Mercado que le pregunto cómo se las ingenia para subsistir con la competencia. (y ni que decir con ese ritmo despiadado)

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-“Y, el sol sale para todos” -me dice encogiéndose de hombros- mientras en las planchas de colores del techo, veo el sol infiltrado. María confía en su trabajo. No cree en los milagros. Y mucho menos en los políticos. “Yo sólo creo en mi puchero, mi hija. ”- sentencia probando el caldo que hoy a preparado- “ Y eso no me falla. “-me dice y me invita un poco-“ De esto vivo hace más de 20 años. ”

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