• Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

MARCOS Y LUCAS, DOS DETECTIVES

Día 1. No todas las luces esta­ban apagadas para la Poli­cía. Marcos y Lucas –dos policías de la división que investiga homicidios– reci­bieron la carpeta del caso. Pasó de ser un problema local de la Comisaría 6ª del Área Metropolitana a un acer­tijo que debía resolverse en el departamento de Investi­gación de Delitos.

Marcos era un hombre a punto de llegar a la cuarta década, los años provoca­ron en él la falta de paciencia debido al carácter tosco, pero efectivo, al momento de pre­sionar a aquellos sospecho­sos que optaban por ocultar la verdad. Ya llevaba 25 años en la fuerza y no escatimaba en denotar su experiencia y olfato como investigador.

En cambio, Lucas le sacaba 10 años de ventaja a su pareja. Su juventud le daba la diná­mica al dúo de agentes. Ape­nas pasó unos meses en una comisaría metropolitana y su voluntad en el trabajo le dio el pase para llegar a ser un detective. Un factor común en ellos era la insistencia. Cuando ambos termina­ron de leer el expediente, se dijeron que esta no sería una excepción, debían saber quién mató al ingeniero.

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ALGO POCO CLARO

Marcos comenzó a citar en voz alta los puntos poco cla­ros que lo llevaban a creer que esto no fue hecho por robaco­ches. Primero: el delincuente subió por detrás, ¿quién hace eso? Se preguntó. Segundo: ¿por qué disparar a matar? Ningún ladrón hace esto si al menos quiere llevarse algo sin levantar tantas sos­pechas… Tercero: ¿se escapó aprovechando el semáforo en rojo y ahora se lo tragó la tie­rra? Esto, más que los otros, no tiene sentido alguno.

Ante esa duda, Marcos ordenó a Lucas que obtenga el resultado de la autopsia. Necesitaban una pista y ya no dar vueltas sobre un caza­bobos, lo que creían que era la tesis del robacoches. Nada de lo que el doctor Saldaña decía en sus declaraciones tenía lógica.

Una hora después, el joven agente llegó con una car­peta bajo el brazo y en las manos traía el almuerzo. Ambos comerían algu­nas empanadas, no había tiempo que perder.

“La bala es calibre 45 (punto cuarenta y cinco), jefe”, dijo Lucas con un tono liberador, el informe llevaba la firma del forense René Molinas y eso les daba la confianza sobre la veracidad del resultado. “El disparo le destrozó el cráneo, provocándole un traumatismo importante, la muerte fue al instante”, concluían unas líneas de un párrafo.

Miraban con detenimiento el documento, encontraron el hilo que los llevaría al sos­pechoso. Ellos sabían adónde debían recurrir para descu­brir quiénes podrían ser los propietarios, al menos lega­les, de un arma de esta carac­terística. No era común que en Paraguay tengan a prin­cipios de los 90 una pistola tan poderosa.

“Lucas, dejá que yo me encargo de indagar sobre el proyectil, iré a ver la lista de dueños de armas simila­res a esta”, dijo el agente con más experiencia apuntando con el dedo índice derecho la fotografía del plomo obte­nido en el perímetro donde mataron a José.

“¿Yo qué hago, jefe?”, respondió rápidamente el joven con la energía que lo caracterizaba, la misma que le valió ganarse un puesto en la oficina.

Marcos se detuvo un ins­tante a pensar y recordó parte de las declaraciones del doctor Eduardo; en lo que ese pensamiento se descar­gaba en su memoria, le dio órdenes a Lucas: “Andá a la casa de la suegra del doctor, él dijo que fue caminando hasta ese lugar después del disparo. Corroborá que haya estado ahí, también la hora. Luego nos encontramos acá para ver qué tenemos”.

Marcos llegó a la Dirección de Industrias Militares. Una antigua institución cas­trense, cuya creación data de 1955. La oficina funcionaba en el Comando de la Armada de la Nación, sobre avenida República y Hernandarias, en el centro histórico de la capital. El agente llegó a la entrada principal. Dos for­nidos marinos custodiaban el puesto uno.

Pese a ese semblante de hom­bres rústicos, uno de ellos se dirige con amabilidad al policía: “¿Qué desea señor?”. Marcos en ese momento ves­tía una remera celeste, unos jeans gastados y calzaba unas botas de cuero vacuno oscuro. Pensó que quizás esa vestimenta casual le abriría una puerta de cortesía.

Aunque imaginó, también, una situación adversa en los segundos que trans­currirán después de pre­sentar su placa de agente policial. Aquella vieja riva­lidad militar-policial de los tiempos de la dictadura aún persistía. “Busco al coronel Amarilla”, contestó Mar­cos al soldado. A lo que este le respondió: “Aguarde aquí, veré si puede reci­birlo”. Marcos retrucó aquella respuesta para sí: “Claro que me recibirá”.

Al coronel Amarilla lo cono­cía de un curso –sobre inteli­gencia y búsqueda de perfiles criminales– que ambos rea­lizaron en los Estados Uni­dos un par de años atrás.

A los pocos minutos el sol­dado lo hizo pasar a un salón de recepción bastante amplio. Dentro de él tenían alojadas varias maquetas a escala de barcos de gue­rra, todos protegido en una gruesa caja de vidrio. Unos segundos después, Amari­lla lo vino a buscar. “¡¿Qué te trae por acá Marcos?! Desde aquella última reunión de los becarios te perdí el ras­tro”, reclamó su ingratitud –al policía– el jefe militar. “¡Amarilla!, el trabajo che amigo, (mi amigo) sabés cómo esto es”, dijo Marcos.

“Bueno, perdonado. ¿En qué te puedo servir?”, replicó curioso el soldado.

“Mirá esto, amigo”, Marcos le entregó la carpeta con las fotos obtenidas del plomo percutido por el arma que mató al ingeniero Saldaña.

“Es una punto cuarenta y cinco esta”, dijo el militar sin dudar. “Así es, y justamente esto es lo que me trae junto a vos”, asintió Marcos. “Sé que tenés la lista de portado­res legales de las armas que pueden disparar esta bes­tia. Necesito una copia de eso para investigar un ase­sinato. ¿Puedo contar con eso?”, preguntó el agente, mientras inclinaba una ceja sobre su particular mirada inquisidora.

Amarilla suspiró, algo resig­nado, y dijo: “Te debo una y con esto estamos a mano, así que espérame aquí Marcos; veré en registro de armas qué tenemos”.

Quince minutos después, Amarilla viene marcando el paso sin darse cuenta. La costumbre de la instrucción militar ahora le dictaba su caminar diario. En las manos llevaba una carpeta amarilla no por el color, sino por lo gastada que se encon­traba. Desde su asiento –al fondo de aquella enorme sala de recepción– Marcos se per­cató de ello, “quizás estos tie­nen menos presupuesto que nosotros”, pensó, intentando consolarse.

Amarilla le pasó el docu­mento y le explicó: “Den­tro de esto vas a encontrar solo 43 nombres, estas son todas las personas que tie­nen este tipo de armas, una pistola semiautomática cali­bre punto 45”.

Marcos miró la lista y no encontró nada llamativo, le parecía hasta estéril. Se preguntó si hallaría al tira­dor fantasma en esta lista, era parte de la incógnita que más le atormentaba. Deci­dió que debía retirarse. Se encuadró, como gesto de cor­tesía, y estrechó las manos de Amarilla, agradeciendo el gesto. “Espero algún día repetir lo del Norte”, esbozó el policía con una mueca de satisfacción. “Para servirte Marcos, pero acuérdate: deuda saldada…”.

Día 2. Marcos volvió a su ofi­cina con la lista en la mano. No sabía por dónde empezar, eran 43 personas con papeles de un arma que coincide en calibre con la utilizada para asesinar al ingeniero Sal­daña, pero sin más que eso. Era la única pista que lo con­duciría al asesino, al menos si el arma homicida era legal.

Se sentó, encendió un ciga­rrillo, su rostro se iluminó por unos segundos. El olor del fósforo lo apartó con una mano y dejó que el humo se disipe en su rosto, mientras observaba cómo las letras de aquellos nombres se mezcla­ban en su cabeza. “No hay de otra”, dijo. Tuvo que llamar a cada uno hasta encontrar un cabo suelto.

Faltaban aún diez nombres por ser verificados, la pacien­cia no era su fuerte. Marcos imaginó que esto le tomaría semanas, ya que además de confirmar si esas personas – de la lista– tenían sus armas, debían establecer una cone­xión con el crimen. Es decir, pedir todas las armas regis­tradas y someterlas a pericia balística, y esto no aseguraba el éxito. Aún quedaba la posi­bilidad de una pistola no regis­trada y, con ello, la posibilidad infinita de quién mató a ese hombre. Aún con tanto mar­gen de análisis, el agente no permitió que esto lo perturbe e imaginó que sería exacta­mente eso que dicen muchos: “Una aguja en un pajar, pero no imposible de encontrar”, pensó determinante.

En el décimo en la lista encontró a un militar –de la Caballería–, de nombre Mario González. Marcos no esperó mucho para mar­car en el teléfono el número registrado en la lista. A los pocos segundos González contestó, para su fortuna estaba de franco. El soldado explicó que esa arma la ven­dió a finales de los 70 a un civil de nombre Mamerto Romero. “Este es un buen dato”, dijo el agente y conti­nuó de largo, necesitaba che­quear toda la lista de porta­dores de una pistola punto cuarenta y cinco.

Una vez acabado ese regis­tro, se encontró que solo una de esas armas fue vendida. Retomó el hilo de su pesquisa con el civil Mamerto Romero, mediante la guía telefónica lo ubicó y lo llamó. El hom­bre le contó que se deshizo de la pistola, también vendién­dola a una persona llamada Thomas Binicio Irala Loma­quis. “¡Otro nombre más!”, dijo Marcos, con una corazo­nada de que estaba por buen sendero.

EL TERCER COMPRADOR

“¡¿Usted es el señor Loma­quis?!”, preguntó Marcos. “Sí, soy yo… ¿quién habla?”, respondió algo confundido del otro lado del tubo. “Mire señor, soy el comisario Mar­cos Gayoso. Estoy investi­gando un hecho de robo y me encontré con una pista que me condujo a usted…”, contestó el agente. “¿Y eso? ¿De qué se trata?”, consultó el hombre, ahora con temor.

El agente siguió indagando: “Bueno, se trata de una pis­tola calibre 45, la usaron para un asalto y quería saber si usted tiene la suya para cotejar que no se trate de la misma. Debo hacer esa com­paración obligatoriamente para descartarlo como sospe­choso, usted comprenderá”. Marcos sabía cómo intimi­dar a alguien, si era su sospe­choso saldría con una coar­tada frágil, si no le daría un elemento más que seguir.

“Señor… ¿comisario me dijo, verdad?”, expresó Lomaquis. “Sí, sí, Gayoso…”, respondió Marcos. “Bueno, mire, esa arma la vendí hace cuatro años, en el 87. Un médico, amigo, me ofreció plata por él y se lo di”. “¿Médico?”, preguntó levantando la voz el policía. “Sí, un médico que se llama Eduardo Saldaña, se lo vendí por 225.000 gua­raníes…”.

Marcos hizo una pausa de asombro. Mientras que Lomaquis del otro lado buscaba una deferencia al dato: “¿Hola?, ¿hola?”. “Sí, sí, disculpe señor, me sonó familiar el nombre, solo eso. Le agradezco el dato, que tenga buen día”. Mar­cos colgó el teléfono y su mente comenzó a imaginar una historia diferente a la que le habían contado.

“¡Jefe!”, irrumpió Lucas. “Muchacho, ¿qué tenemos?”, preguntó Marcos. “Jefe, mirá, fui a la casa de la sue­gra de Eduardo y ella me con­firmó que ayer no estuvo por ahí, nunca fue hasta esa casa, comisario”, respondió Lucas.

Marcos cada vez estaba más convencido que el hombre que buscaba era el propio hermano de la víctima, pero necesitaba de más indicios. “Hay que hablar con los testigos, Lucas. Andá y de nuevo pregúntales cómo ocurrió el crimen, hay algo de este rompecabezas que falta”, dijo el comisario.

Lucas interrogó a los comer­ciantes del barrio Mburu­cuyá, a varios que tienen sus locales sobre la calle donde todo pasó. Uno de ellos relató algo que les llamó la aten­ción. El día del crimen, solo dos personas estaban en la camioneta, no hubo un ter­cero. Una de ellas bajó del vehículo, llevaba puesta una abrigo de color negro, corrió y luego ya no lo vieron. Pero se detuvo a unas cua­dras y subió a un Chevrolet, modelo Opala, con neumá­ticos de masilla blanca. Ese desconocido subió al auto­móvil y desapareció. La des­cripción física de ese extraño coincidía con la del doctor Saldaña. Cada vez el círculo se cerraba más en torno a él.

Día 3. Lomaquis –el segundo comprador del arma– llamó al comisario Marcos. “¿Qué tal comisario? Me dijo que si algo se presentaba se lo comu­nique. Bueno, hoy estuvo en mi casa el hijo del cirujano, me pidió que no hable del arma que le vendí al padre porque ustedes lo involucra­rían equivocadamente en el crimen de su tío, me insistió en que guarde silencio”.

Para Marcos, eso era sufi­ciente. Eduardo era el sospe­choso, debían detenerlo. La Policía lo llamó con la excusa de repasar una vez más sus declaraciones. Cuando se encontraron, el peor miedo del médico se confirmó. Señor Saldaña, queda usted detenido por el asesinato del ingeniero José Saldaña…

Eduardo al principio se mostró reticente a hablar, pero ante la insistencia de aquellos investigadores, confesó que mintió sobre su presencia en la casa de su suegra y, en realidad, fue a lanzar su arma al río Paraguay. La búsqueda se extendió por 10 horas. La Policía insistió y mediante una presión, Saldaña vol­vió a hablar. “Está bien, les diré dónde está. La arrojé a orillas del casino en Itá Enramada, en Lambaré”. Finalmente, el 8 de agosto, aquella pistola fue encon­trada y llevaba a pericia.

LOS CABOS SUELTOS

“Presta atención, Lucas: Eduardo, siendo médico, nunca auxilió a su hermano, prefirió ir a la casa de su sue­gra, que finalmente compro­bamos que fue mentira, no pidió auxilio a los vecinos, no llamó a la Policía, un comer­ciante describió a Eduardo como el único que bajó de la camioneta tras la detonación del arma, su jeans no estaba manchado con sangre –él dijo que su hermano se des­vaneció sobre él tras recibir el disparo–, no pudo explicar por qué la palanca de veloci­dades de la camioneta estaba en neutro si el delincuente supuestamente escapó, tam­poco dio sentido a los docu­mentos que estaban sobre las piernas de su hermano, el cenicero y la guantera abierta y, lo principal, tenía un arma del mismo calibre, la cual tiró ese mismo día del asesinato. Solo nos falta balística, muchacho”, final­mente Marcos terminó de enumerar todos los elemen­tos que para él apuntaban a Eduardo como el asesino.

Un año y cuatro meses des­pués, el 14 de diciembre de 1992, en un juicio oral, los detectives relataron al juez que Eduardo Saldaña mató a su hermano motivado por la envidia en los negocios –y el poder económico que eso le daba–, algo que a él no le ocu­rría con su parte en la socie­dad comercial. Esto lo llevó a desviar fondos de las cuentas bancarias y fue descubierto por su hermano. Para acabar con el pleito, decidió acabar con él y convertirlo en una deuda de sangre.

El tribunal lo condenó a 18 años de cárcel. Eduardo fue ubicado en el dispensa­rio médico de la penitencia­ría de varones en el barrio Tacumbú. Con el tiempo, las visitas de amigos y familiares disminuyeron, llevándolo a una depresión profunda. En el 2009 debió cumplir con su condena, pero murió debido a un ataque cardiaco.

Obs.: Los personajes de los detectives y el jefe de la armería fueron creados para darles conexión con los hechos, con base en lo narrado por agentes que investigaron el homicidio. Todos los datos de la inves­tigación fueron extraídos de la carpeta fiscal y policial.

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