• Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Freno, embrague, pri­mera y luego segunda, un par de metros ade­lante la secuencia se repetía. Era un vaivén de pies que hacían reverencia al impri­mir fuerza en los pedales de ese automotor. Era julio, llo­viznaba y mucho el tráfico no ayudaba, pese a que el calen­dario marcaba mediados de 1991. La situación no era dife­rente de la actualidad.

La palanca de cambio de una camioneta Mitsubishi Montero iba y venía, como si tuviera mareos, sin control. La mano de José intentaba dar ritmo a la intensa jornada en el centro de la capital de Asunción.

José Saldaña, un ingeniero de 49 años. Un hombre de aspecto tranquilo y más aún con el tupido bigote que des­cansaba sobre sus labios car­nosos. Ese desalineado mos­tacho se unía en cadena con el mentón, donde uno encon­traba un matorral de barba, que sumado a su greñuda cabellera le daba el aspecto de un bonachón, tal vez algo desarreglado, pero no era de subestimar. Sus ojos nunca los abría del todo, una mirada de sospecha frecuente. Tal vez de su rostro emergía la creencia de un hombre con agudeza en los negocios y una disciplina para hacer dinero .

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A su lado iba su hermano, Eduardo. Un médico de 46 años que a diferencia de su hermano mayor cargaba con un semblante más complejo de interpretar. De facciones duras, bigote espeso, pero alineado, un recorte de cabe­llo más cuidado y con ello inspiraba rectitud y serie­dad. La misma que podría inspirar un militar. Entre ambos se podría pensar que hacían una combinación perfecta para los negocios, llevando así una sociedad comercial de muchos años.

La marcha sobre la calle 25 de Mayo se hacía lenta, la llu­via obligaba a tomar precaución. Los hermanos estaban transitando el barrio Mbu­ricao, cuando alcanzaron la intersección con Choferes del Chaco.

El semáforo iluminó de rojo sus rostros. El motor se escu­chaba firme y una voz metá­lica anunciaba la siguiente canción en la radio; José le dio una vuelta más a la peri­lla del volumen. Esa música le resultaba conocida. Sus dedos danzaban de manera intercalada, azotando el cuero que cubría al volante.

La noche profundizaba aún más la penetración de aque­lla luz semafórica a través del parabrisas. Eran las 19 horas, la concentración la perdía con facilidad porque el hambre no lo dejaba pen­sar y solo se imaginaba con llegar a su hogar. Me espera una cena de aquellas, pensó.

Los dos —de momento— quedaron en silencio, y el sonido que produjo la porte­zuela que se abrió a sus espal­das los dejó aún más tiesos. Un delincuente se metió al vehículo aprovechando que todavía estaban detenidos. Los dos hermanos queda­ron helados, no sabían cómo reaccionar.

Aquel ladrón colocó el frío tubo de su pistola en el cue­llo de José y le hincó para que no intente reaccionar. Mordiendo sus dientes para demostrar ser muy amena­zante, aquel furtivo visitante le ordenó continuar la mar­cha y obedecer cada instruc­ción que le daría. Eduardo miraba de reojo, sin poder mover una sola mano. Obe­dece hermano, le dijo con voz temblorosa, casi entre­cortada.

¡Apurate! Gritó el robaco­ches, pero José no obedeció y pisó con fuerza el pedal del acelerador y fijando las manos en el volante.

¡¿Qué hacés imbécil?! Colé­rico gritaba el ladrón. Esa recta que tomó José lo con­dujo hasta el cruce con la calle Radio Operadores del Chaco. En ese lugar un cer­tero disparo en la cabeza lo fulminó.

El estruendo de la detona­ción se propagó en la tran­quila noche y su destello cegó a Eduardo por unos instan­tes impidiendo ver al ata­cante. Aquel malnacido huyó sin llevarse nada, dejando la puerta abierta en su presu­rosa y cobarde escapatoria.

Eduardo estaba paralizado y la camioneta sin control comenzó a ir en reversa. El cirujano bajó de ella y corrió en busca de ayuda. El tra­yecto errante del vehículo terminó cuando se estrelló contra una peluquería, el motor seguía en ritmo y el limpia parabrisas cortaba el ataque sin piedad de la lluvia pertinaz.

El disparo irrumpió en la pasividad del vecinda­rio, motivando a muchos a abandonar sus hogares. La curiosidad los orientó para ver lo que ocurría. Al notar a aquel hombre desvanecido —a mitad de cuerpo— sobre el asiento del acompañante, en medio de papeles revuel­tos, la guantera abierta y las cenizas del cigarrillo sobre el tapizado, entendieron que se trató de un asalto y llamaron a la policía. A los pocos minu­tos el pulular de las sirenas fustigó aún más a la tran­quilidad que existía antes del furibundo ataque.

¡Separe a esa gente y retírela a varios metros de esa camio­neta, mi hijo! Gritó impe­tuoso el comisario que comandaba en ese lugar. Su jurisdicción era la sexta metropolitana y con esto sabía que la noche no sería la misma de siempre. Los agentes abrieron sus brazos como si la idea fuera abrazar a todos, le pedían que retro­cedan para permitir que los agentes fotografíen e inspec­cionen la escena del crimen.

Se abrió paso en medio de la multitud y miró fijamente al racimo de policías, pudiendo identificar —de entre el grupo que vestía caqui— a su obje­tivo a quien debía abordar. Se trataba del comisario, que en ese momento continuaba dando ordenes. Eduardo Sal­daña —el cirujano— volvió 45 minutos después al lugar donde todo pasó.

Saldaña se presentó ante el comisario. Buenas noches jefe, soy el hermano de la víc­tima y estuve con él mientras que el asaltante nos atacó. Quisiera darle detalles de lo que ocurrió aquí, comenzó su relató con bastante tranqui­lidad, con las pausas necesa­rias, inspirando confianza y credulidad. Relató el minuto a minuto de cómo mataron a sangre fría a su hermano. Aquel robacoches no tuvo piedad y por alguna reacción que no pudo explicar ter­minó percutiendo su arma dando muerte a su hermano.

Saldaña continuó su relato, gesticulando enérgicamente con las manos. Justificó su huida por el temor que tuvo, pero fue a pedir ayuda a la casa de su suegra, a unos dos kilómetros del mortal cruce. Caminó 20 cuadras para pedir auxilio y los vol­vió a recorrer para volver al lugar del asesinato.

Luego de sus primeras decla­raciones a la policía, Saldaña desapareció.

ATAR ALGUNOS CABOS SUELTOS

Era un robusto mueble, que al mirarlo de lejos parecía saludar a los visitantes. Sin embargo era tan solo un ofi­cial del tiempo, aquel vete­rano reloj de la Comisaría sexta de la capital marcaba las 23, del 31 de julio. A cua­tro horas del crimen del inge­niero. El rompecabezas no tenía sentido y le faltaban piezas.

Los agentes de esa dependen­cia tenían la orden de encon­trar al médico y no hallaban pistas. A cuatro cuadras de la balacera estaba la vivienda de la víctima. Unos patrulle­ros fueron a probar suerte, pero no la tuvieron. En la casa estaban devastados. La familia se enteró del letal atraco y mucho no podían aportar sobre el paradero del doctor Saldaña.

Como si el pensamiento lo atrajera, pero con un notable aire de misterio, el médico apareció por su cuenta en la oficina de la Comisaría. Esta vez traería consigo más cla­ridad sobre lo que pasó esa tarde y noche.

Los encargados de interro­garlo esta vez serían los ofi­ciales del departamento de Criminalística.

EL TIRADOR FANTASMA

La habitación donde se encontraban imitaba una perfecta escena policiaca sacada del cine. El humo del cigarrillo iba dibujando una columna que se elevaba hasta el techo y los agentes no hacían mas que mirar varias fotografías y actas escritas a mano.

Al fondo se veía a Eduardo, sentado y muy tranquilo. Con las dos manos entrela­zadas y acostadas sobre sus rodillas.

Uno de los agentes dijo: doc­tor usted ya sabe como es esto. ¿Cómo estuvo con su hermano en la camioneta? Para descartar algún vín­culo con el crimen necesito hacer algunas pruebas y que me conteste un par de pre­guntas nuevamente.

Eduardo exhaló corto y con fuerza, como quejándose. Esta bien, asintió.

Un suboficial se acercó con los elementos para el análi­sis y se los entregó a un oficial de mayor rango, más experi­mentado. Acercate mucha­cho, te voy a mostrar cómo se hace, dijo el criminalista. Aprovechando la situación real para darle algo de fogueo al novato.

Mirá, prestá atención, se dirigía el especialista de mayor rango al subalterno que miraba como niño en un acto de magia, con extrema curiosidad.

Primero derretiré la parafina en este envase de porcelana refractaria, luego con esta brocha —de pelo de came­llo— impregnaré las manos del sospechoso. El barrido era incesante en la izquierda y la derecha, esto era seguido por la atenta mirada del doctor. El próximo paso es formar un guantelete, cubriendo las manos con trozos de gasa. Esto refor­zará el molde y nos permi­tirá retirarlo fácil. El agente continuaba enseñando a su alumno.

Por último, al enfriarse la parafina retiraré el guan­telete por medio de una abertura que se realiza a un costado; el guantelete trae consigo las partículas microscópicas de nitratos, nitritos, bario, plomo y anti­monio. Los restos de la pól­vora —que al ser detonada— se encuentran impregnados en la piel. Así podemos deter­minar mediante esta masca­rilla si el sospechoso disparó en un espacio determinado de tiempo.

El guantelete fue llevado bajo microscopio. El experto ubicó la muestra cuidadosa­mente bajo la lupa del arte­facto y tras varios minutos dio su conclusión. Se tomó del rostro y lentamente des­lizaba la mano hacía su bar­billa, dejando la boca abierta y el ceño fruncido, pensó que el resultado sería otro.

¿Qué pasó? Dijo el aprendiz. – Nada, eso pasó. Tenemos resultado negativo en para­fina. El hombre no disparó. Eduardo podría ir a su casa.

Los agentes estaban confun­didos. El relato del doctor Saldaña tenía ciertas incon­sistencias que la experiencia alertaba; como el instante en que los detectores de humo se activan ante un fuego que apeligra. El sentido común no era del todo simple, y ello los obligó a volver a la escena del crimen con el único tes­tigo del asesinato, el propio doctor Saldaña. Debían darle al parte policial —sobre el asesinato— algo de claridad o fracasarían en la investi­gación.

Continuará...

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