• Por Gonzalo José Cáceres
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Martín Ortiz Jimé­nez tenía 16 años cuando con su ametralladora, y un puñado de valientes camaradas, con­tuvo el avance de dos colum­nas del Ejército boliviano durante seis días en el marco de la batalla de Cañada Stron­gest. Pudo haber muerto en el Chaco, pero el vencedor le permitió seguir con vida. Pasó por las más indescripti­bles de las penas para sobre­vivir a la guerra y dejar su tes­timonio.

De la contienda que enfrentó a paraguayos y bolivianos hace más de 80 años en el “infierno verde” aún brotan emocionantes historias. His­torias que merecen ser divul­gadas y reconocidas como justo homenaje para aque­llos que hicieron el mayor de los sacrificios.

Esta no es la excepción. Usted preste atención que redescu­briremos uno de los episo­dios más gloriosos del Ejér­cito paraguayo en el conflicto chaqueño.

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EN EL FRENTE…

Muchos de los soldados que sirvieron a la causa nacional eran muy jóvenes, o con bas­tantes inviernos a sus espal­das, para combatir en tan inhóspito escenario y en cir­cunstancias más que exigen­tes. El implacable Chaco ren­día honor a la temible fama que se ganó con su clima extremo, su flora y fauna, y las dificultades propias del terreno.

De entre aquellos abnega­dos hombres se destacó un chico moreno, delgado y de talla mediana, oriundo de San Ignacio, Misiones. Su nombre: Martín Jiménez, y parecía no encajar en los planes. La historia cuenta que era visto como el “her­manito” del RI 16 Mariscal López. Para sorpresa del capi­tán Joel Estigarribia, Martín hacía gala de polenta a la hora de operar la ametralladora. Fue tal su efectividad que se desplazaba libre en las mar­chas mientras que su pesada arma era trasladada por sus asistentes. El chico se había ganado el respeto de los suyos repeliendo a plomazo limpio las arremetidas del enemigo.

LA TRAMPA BOLIVIANA

El Ejército paraguayo pla­neaba cercar al Segundo Cuerpo boliviano en el for­tín Ballivián. La idea pasaba por aislarlo del grueso de sus fuerzas y así forzar una ren­dición. Parecía factible, en los papeles previos.

Este movimiento se ejecutó a finales de abril de 1934, pero la 7ª y 2ª División del Ejér­cito paraguayo ignoraban que a esa altura los bolivia­nos ya habían descubierto sus intenciones. La 8ª Divi­sión boliviana fue utilizada como carnada, lo que hizo que –al avanzar– los paraguayos quedasen en medio de la 9ª, 8ª y 3ª División. La jugada de los bolivianos tenía tufo a masa­cre porque el comando para­guayo mordió el anzuelo.

A mediados de mayo, la refor­zada 9ª División boliviana (6 regimientos, con una batería, más un cuerpo de zapadores –casi 14.000 hombres–) mar­chó en dos columnas hacia la retaguardia de las dos divisio­nes paraguayas. Por el norte, y en la retaguardia de la 2ª Divi­sión paraguaya, avanzaron dos regimientos de la 3ª Divi­sión boliviana, que tenían la misión de unirse a las colum­nas de su 9ª División.

La planificación boliviana rozaba la perfección, pero –para fortuna de las tropas paraguayas– la ejecución tuvo falencias, las dos columnas de la 9ª División boliviana reve­laron su posición.

EL BATALLÓN DE ESTIGARRIBIA

El comando paraguayo creyó que la fuerza enemiga detectada no era nada más que una columna menor. Al efecto, envió al RI 16 Mariscal López a su intercepción. El batallón comandado por Joel Estigarribia propició la pri­mera escaramuza, al tiempo de constatar la gravedad de su situación (no se trataba de un número menor) y que había sido rodeado.

Por ello, y ante semejante desventaja, el batallón se atrincheró en un inasequi­ble paraje conocido como reducto Cabo Cabral. Quedó encerrado en medio de esas importantes fuerzas bolivia­nas que –sin necesidad estra­tégica alguna– buscaban su aniquilación.

Martín descargó toda la furia de su ametralladora (posible­mente una Madsen danesa) obligando a las columnas ene­migas a replegarse y utilizar gran cantidad de recursos (en lugar de dejarlos atrás y seguir con la maniobra). Los bolivianos llegaron al extremo de emplear un triple cerco sobre el obstinado RI 16, consti­tuida a esa altura por unos 200 soldados, todos heridos.

El mismo Martín había reci­bido un balazo en la pierna. Con el transcurrir de los días fue a peor, haciéndole vivir un auténtico calvario. Fie­bre e intensos dolores, más la agobiante humedad y la presión de tener a la muerte soplándole la nuca, Mar­tín se las arregló para “lim­piar” la zona comprome­tida. Había que hacer lo que fuese con tal de evitar la gan­grena. “La bala había entrado y salido, por lo que tenía un orificio importante. Pasa­ban los días y se le agusanó. Y olía. Él decía que tuvo que usar ramitas de los árboles, que metía en su herida cada tanto para sacarse los gusa­nos”, cuenta el nieto de Mar­tín, Lilio Escobar.

Y es que se puede decir que Martín encontró la fortaleza necesaria en su estirpe gue­rrera. Según cuentan sus des­cendientes, “Santa” Jiménez, la abuela materna de Martín, formó parte de aquel maltre­cho rejunte de niños, niñas, lisiados, mujeres y ancianos que hizo frente a los hom­bres del Ejército brasileño en Acosta Ñu, la nefasta tarde en que Gastón de Orleáns, Conde de Eu, marcó con saña su infame huella en la Guerra Grande.

Tras seis días de intensos combates –y de romper dos de las tres líneas del cerco boliviano– el capitán Joel Estigarribia, ante la falta de municiones, agua y alimen­tos, ordenó la rendición de sus tenaces hombres. “Ya no tenemos ni una gota de agua desde el 21 por la tarde y a fin de aplacar en algo la sed, mas­cábamos tunas y caraguatás, que para mayor ignominia no había por parte alguna una sola planta de Yby’a. Lo poco que sacábamos de las tunas y los caraguatás no nos satis­facía, ya que estábamos muy sedientos, el jugo de la tuna era amargo y al beberlo nos quemaba la garganta. No teníamos hambre, solo que­ríamos agua y no había”, rela­taría Estigarribia en sus dia­rios.

Las columnas de la 9ª Divi­sión creían que habían cap­turado al menos una divi­sión del Ejército tricolor,

pero grande fue su sorpresa. Cuentan que un oficial zapa­teó de la rabia al descubrir que habían sido contenidos durante tanto tiempo por este reducido grupo de fero­ces paraguayos. “Abuelo rela­taba que el oficial Quintanilla estaba muy enojado. Zapateó todo”, rememora Lilio.

Joel Estigarribia fue incre­pado por los oficiales enemi­gos. Es que con el no bajar las armas y la resistencia produjo un importante coste en vidas, municiones y tiempo, en una pelea que tenía perdida desde el primer momento. Los cap­tores tuvieron las circuns­tancias a su favor, de igual forma indultaron a los titá­nicos defensores de reducto Cabo Cabral.

Así lo atestigua un poema del sargento 1º Lorenzo Delvalle:

“(…) Lucharon como antaño honrando la tricolor

Con heridas, hambre y sed, como Otaño en Boquerón,

Seis días y noches de bata­lla, sin descanso, sin apoyo,

demostraron ante el mundo la bravura del criollo.

Ciento ochenta ‘esqueletos’ en aquel reducto Cabral

se defendieron con bravura sin declinar su moral

En seis días de batalla por­fiada y desigual (…)”.

RESISTENCIA CLAVE

La acción del RI 16 Mariscal López entorpeció la manio­bra boliviana. Frustró el que pudo ser un golpe fatal (al permitir la retirada del grueso de las formaciones y toda la artillería paraguaya), pero 1.456 paraguayos (67 ofi­ciales y 1.389 soldados) fue­ron capturados, entre ellos Martín y su hermano Julián.

Sobre el punto, el historia­dor Fabián Chamorro indicó que el batallón de Estigarri­bia fue clave para frustrar un plan que –de salir en forma– hubiese dado un golpe mor­tal al Ejército paraguayo. “Es realmente heroico lo que hicieron”, alegó.

CAUTIVO

El botín humano de Cañada Strongest fue despachado primero a Villa Montes y luego a campamentos en La Paz. Los paraguayos, según la versión del propio Martín, fueron tratados de manera digna. “Abuelo nunca habló mal (de los bolivianos) y del tiempo que pasó en La Paz. Dijo que le cuidaron y le cura­ron la pierna porque pasó mucho tiempo en el hospital. Estuvo rodeado de médicos y soldados que le trataron bien. Nunca mencionó que haya sido torturado ni humillado”, relata Lilio.

El intercambio cultural resultó provechoso para Martín. Aprendió algo de quechua y aimara, lenguas indígenas de gran populari­dad en Bolivia, y así adquirió conocimientos de plantas y procedimientos medicinales. “Recuerdo que abuelo siem­pre nos daba la papa china. Hervido, como caldo. Él no se enfermaba, tampoco noso­tros, eso él aprendió de los bolivianos”, conforme citan las palabras de Lilio.

De la estadía de Martín en suelo boliviano poco más se sabe. Aunque sí hubo uno que otro episodio consta­tado. A raíz de su herida en la pierna, recordando siempre la importante infección que sufrió y el largo tratamiento al que fue sometido, Martín no estuvo disponible para las obras públicas en las que fue­ron utilizados los prisioneros paraguayos.

Cuenta su nieto que, una vez recuperado, fue seleccionado para una expedición del Ejér­cito boliviano a los Andes con el fin de encontrar un pasaje que conecte con la frontera chilena. De este proyecto se sabe que se realizó en los últi­mos meses de la Guerra del Chaco. Martín formó parte del grupo, pero fue abando­nado días más tarde en una cueva. “Le dejaron (enfermo) a su suerte. Abuelo contaba que se salvó de milagro. Decía que fue picado por muchas abejas y que su veneno, o la sustancias que desprendía del aguijón, fue una suerte de antídoto. Pudo recuperarse y volvió a La Paz, del resto de la expedición no supo decir qué pasó”.

RETORNO A CASA

Unos 2.500 soldados para­guayos fueron sometidos a situación de cautiverio. El Ejército paraguayo había capturado cerca de 25.000 soldados bolivianos (otras versiones sitúan la cifra en 17.000).

Al cumplirse el primer ani­versario del fin de las hosti­lidades, en 1936, los gobier­nos de ambos países sentaron las bases en las conferencias de paz para el intercambio de prisioneros.

Martín fue electo para una segunda expedición a los Andes, por la ruta que sema­nas antes por poco acaba con su vida, pero no iría. A mediados de 1936 ingresó al programa de canje de prisio­neros y volvió al Paraguay. Su hermano Julián, en cuya búsqueda había marchado al frente, también sobrevivió a la guerra y retornaría a San Ignacio.

VIDA POSTERIOR

Martín ni cumplía los 20 años de edad cuando comenzó a gestionar los papeles que garantizarían su estatus de veterano, ex prisionero y mutilado de guerra.

La pensión que le tocó era baja (30% de los jornales de la época) y había que rebus­carse la vida. Es así que par­ticipó en la construcción de rutas en el interior y abrazó distintas profesiones, entre ellas las de poeta y torero.

Volvió a su natal San Igna­cio (Misiones), donde se crió en el lecho formado por su tía Lidia, quien ocupó el lugar de su madre Evarista, que falleció siendo él aún pequeño. Lidia cuidó de los huérfanos que dejó su her­mana como si de sus pro­pios hijos tratase, por ello es que Martín –con el correr de los años– se referiría a ella cariñosamente como “che sy” (mi mamá). Se aferró al pilar que le quedaba porque no conocía a su padre. Solo sabía que el hombre se ape­llidaba Ortiz (solo fue reco­nocido por su madre, siendo hasta allí Jiménez su único apellido) y que era oriundo de Yegros (Caazapá). Sin saber qué había sido de él.

En una de sus rondas por las oficinas de asistencia para veteranos, Martín se llevó la sorpresa de su vida. “Y así fue una tarde, estando en la fila, comienza a hablar con un joven que decía era de Yegros. Entonces abuelo le comenta (al joven) que su papá era de Yegros, que su apellido era Ortiz. Ese joven le dijo que él también se apellidaba Ortiz y que el señor de quien habla­ban era su tío”. En algún momento entre 1937 y 1939, el referido joven, que terminó siendo primo de Martín, con­certó un encuentro con Fran­cisco Ortiz, que terminaría por otorgar el apellido que Martín portó hasta el final de sus días.

“Abuelo contaba que cuando el tren se acercaba a la ciudad (Yegros), asomó la cabeza y desde su lugar podía ver a un hombre, a lomo de su caba­llo, en la esquina mismo de la estación. Abuelo no le cono­cía, pero sabía, él sabía que ese señor que estaba espe­rando en esa esquina era su papá”, cuenta su nieto.

Don Martín Ortiz Jimé­nez concertó al menos dos matrimonios y tuvo una extensa prole. Vivió sus días rodeado de su familia y ami­gos, y falleció el 18 de octu­bre de 1994 a los 78 años. Lilio recuerda, con pro­funda tristeza, el olvido al que fue sometido su abuelo, que no recibió honores mili­tares –a correspondencia de su sacrificio– ni reconoci­miento alguno del Estado en su última morada.

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