• Por Ricardo Rivas
  • Periodista

Poco más de treinta años pasaron desde aquella madrugada del 14 de febrero de 1988, cuando con “Cacho” Salvia, amigo entrañable y camarógrafo, llegamos hasta la mansión de la calle Pedro Zanni 1.567, en el barrio La Florida, Mar del Plata, 400 km al sudeste de Buenos Aires. Amanecía. Las luces de las patrullas policiales, las de una ambulancia al igual que el ir y venir de policías y paramédicos alertaban a la vecindad de que algo grave sucedía.

Mujeres, hombres y hasta niñas y niños rodeaban aquella finca. Sentado en el suelo, descalzo, con el torso desnudo y el brazo izquierdo vendado, Carlos Monzón, el más grande boxeador de peso medio de todos los tiempos, miraba la nada en silencio. En el fondo de aquella casa, cerca de una piscina, estaba el cadáver de Alicia Muñiz, madre de Maxi, uno de sus hijos, estrellada contra el piso, solo vestida con una pequeña bombacha. Conmocionaba.

Fernando Saturnino “El Pacha” Pérez.

La ambulancia sacó a Monzón del lugar. Minutos después, también a medio vestir, como el resto de los vecinos, llegó el fiscal Carlos Pelliza, habitante de la zona. El resto es historia conocida. El 5 de julio de 1989, tres jueces –Alicia Ramos Fondevile, Jorge Simón Isach y Carlos Pizarro Lastra– lo condenaron a 11 años de prisión. Fueron 17 meses de trabajo intenso. De pistas falsas. De los abogados de la familia de la infortunada Alicia y lo de Monzón diciendo muchas cosas para ganar la batalla judicial en la opinión pública. De todo aquello charlamos largo con “Cacho”, mientras caminábamos por las callejuelas del barrio La Florida unos pocos días atrás.

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Entre tantos interrogantes sin respuestas y pequeñas historias de aquel caso relevante en nuestras vidas profesionales, el paso de Monzón por la cárcel de Batán, 17 kilómetros al sudoeste de Mar del Plata, siempre regresa. Alguna vez entrevistamos a aquel preso VIP que poco, muy poco, aportó con su palabra. “Soy inocente. Fue un accidente. No la maté. Creo en Dios, en la justicia y quiero ver a Maxi”, el hijo a cuya madre asesinó, repetía como un mantra. También nos contó que “no lavo mi ropa acá. Una vez a la semana, los jueves, la mando a lavar afuera”.

Poca cosa. Por esa razón, decidimos hablar con otro preso. Logramos que nos autorizaran para entrevistar a Fernando Saturnino “El Pacha” Pérez, un condenado por el asesinato –también en Mar del Plata– de Silvia Angélica Cicconi (17) que dormida recibió 32 puñaladas, en la madrugada del 27 de agosto de 1981. Ingresamos al penal el mismo día de 1988.

“El Pacha” no nos recibió bien. Le molestaba hablar de aquel crimen que confesó bajo torturas y que muchos aseguran, aún hoy, que no cometió. Tal vez por ello sus ojos se iluminaron cuando le explicamos que solo hablaríamos de Monzón. Rió con ganas. “Dale”, me dijo mirándome de frente. “¿Sos su secretario, ‘Pacha’?”. Respondió con energía. “Secretario y valet”, dijo con orgullo y explicó: “Carlos es un paria como yo, como todos nosotros, que desde la calle llegó a lo más alto.

Le preparo su ropa de cada día, separo la sucia que cada jueves viene a buscar su hija para llevarla a lavar fuera de esta mugre, lo visto, lo peino, porque a él lo vienen a ver periodistas de todo el mundo, le pongo la mesa y le sirvo la comida que compra para todos. Era lo que me faltaba para ser feliz. Vos sabés que cuando me condenaron llegué acá sin saber leer ni escribir y no comía todos los días. Mi vida cambió, pero me faltaba hacer algo importante.

Ahora todos saben que soy el valet del campeón del mundo. No me falta nada”. Nos fuimos en silencio de su celda. Códigos tumberos. Horas antes supimos que Monzón –a su pedido– sería llevado a otro penal para estar más cerca de su casa. Una tristeza para “El Pacha”, seguramente. En la puerta del penal nos despidió el jefe de Batán, el prefecto F. Antes de irnos, reveló que cada noche hablaba con Monzón “para que el campeón se quede acá y sigamos comiendo bien”. Patético. Treinta años más tarde todavía creo que fuimos pocos los que lo veíamos como el asesino de una mujer indefensa.

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