No es coincidencia que al costado del muro del club Resistencia se erija un puente montado en andamios, desafiando al agua que sigue avanzando.

Los vecinos se turnan para ir martillando y a punta de ingenio (puntales y clavos) el puente se alarga como un sendero que conecta las casas aún habitadas en sus puntos más altos.

Nadie quiere el destierro de una plaza aterida ni el refugio hacinado si puede evitarlo. Se resiste el exilio con garra y paciencia cuando hay planta alta o existe un sobrado.

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Los de siempre lo saben. Han vivido del río –y con el río– como quien convive con un enemigo íntimo y amañado. A ratos los nutre y luego recobra su lecho por ciclos, como lo ha hecho siempre, de cuando en cuando.

Los de siempre tienen una manera de soportar la adversidad con un dolor callado, que les pone manos a la obra y resisten remando.

Calle arriba los miran y ponen a todos bajo un mismo estigma. (Calle arriba se olvida que hay de todo como en todas las esquinas: enfermeras, albañiles, limpiadores, maestros, estudiantes que en los tiempos de aguas altas llegan a sus trabajos a fuerza de canoas y pies mojados y les cuesta la idea de marcharse porque son de ahí. Siempre fueron de ahí. Hace muchos, muchos años.

¿Hay conveniencias? Claro. ¿Oportunistas? En todos lados. Pero también hay pertenencia. Genuina y real. Y la querencia –bien se sabe– es asunto complicado.

Nadie niega que es inminente una solución real y sustentable a la parte inundable del barrio. Se ha empezado, pero aún no hay proyectos concretos para todos y por lo pronto el río sube, y aquél barrio invisible que se olvida en las sequías reaparece en las crecidas como herida latente que jamás ha sanado.

Los de siempre no le temen al río. Están acostumbrados. “Escoge tu camino y por más duro que parezca la costumbre lo hará llevadero”, me dice Don Omar, cementista en hormigón armado, mientras martilla en la madera del puente un clavo. (Como si leyera en mis ojos lo que siento al verlo trabajar en su barrio inundado).

Conoce los humores del cauce desde niño y mientras pueda, seguirá subiendo el puente que le conduce a la planta alta de su casa y desde ahí seguirá luchando.

“El que es chacariteño de alma tiene una capacidad de supervivencia que se adapta a la adversidad dentro de su misma comunidad y en su terreno. En silencio, aquí abajo, resistiendo”.

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