Por Óscar Lovera Vera, periodista

28 de noviembre del 2002. Las manivelas del féretro eran sostenidas con dificultad a raíz del frío del metal. El terreno desnivelado entorpecía el paso del cortejo en aquel viejo cementerio. Sus familiares y amigos no contenían las lágrimas de dolor; en algunos era más desgarrador. Su vida fue tan preciosa, era tan prometedora. Pero se la quitaron con furia.

El sacerdote dijo algunas palabras, no existía consuelo. El manto gris cubrió el día en lo alto. Algunos truenos interrumpían a sus devastados padres que balbuceaban –en guaraní– la vida de su hija inerte. Un rayo, en tanto, iluminó al Cristo crucificado sobre la tapa del cajón.

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Se largó a llover y su intensidad no dejaba distinguir de entre las gotas que azotaban contra el cedro del ataúd y la de aquellos sollozos que derramaban los ataviados de negro. Quizás las últimas que la rodeaban antes de ocultarla a varios metros bajo tierra.

OCHO DÍAS ANTES. CALLE’I, SAN LORENZO

“Mamá, voy a la ciclovía un rato. Nos vemos más tarde”, dijo “Luma” –así le gustaba que la llamen–. Lo que rápidamente fue contestado por un imperativo modo sobreprotector y natural, que cada madre desarrolla desde la gestación: “Hija, llamame que al llegar, sabés luego”, ordenó Matilde. Lo que fue respondido con cierto refunfuño por Luz María: “¡Sí, mami, ya sé..!”. La obediente hija de 19 años ya conocía esa rutina cada vez que salía para hacer deportes. Era un día miércoles y lo que restaba de él se presentaba promisorio para correr sobre la pista de asfalto en aquella ciudad.

Luz miró la calle a ambos lados, más por temor que por precaución. Sentía que aún no estaba segura. Pasaron dos meses de aquella tarde de balneario donde aquel hombre le dio un mensaje que se incrustaría en la mente, provocando días de insomnio. Ese recuerdo volvió a ella en ese instante: setiembre del 2002. La plena primavera florecía en los lapachos, algo que ella admiraba de la ciudad universitaria. De ahí –Luz– sacó valor para ponerle un punto final a esa enfermedad que la destruía minuto a minuto. Pensó que como todo en la naturaleza, ella se merecía también renacer, demostrar su potencial en una relación y huir de aquel tormento al que la sometía Rubén Darío Colmán. Un subteniente de artillería de 24 años, corroído por los celos que lo tornaron posesivo y paranoico.

Al menos el valor ya lo tenía. Debía terminar con él. Hasta no llegar a ello, hacía lo posible para desarrollar su vida de manera normal. Cursaba el segundo año de la carrera de estadística en la Facultad de Ciencias Exactas y Matemáticas de la Universidad Nacional de Asunción.

Sus sueños estaban puestos ahí, ser una destacada mujer en los cálculos, la variabilidad y la posibilidad eran los fundamentos principales de lo que aprendía en cada semestre. Por lo que no podía permitirse vivir tranquila. La paz aún no fue alcanzada y necesitaba manejar esa variante para conducirse alerta.

Setiembre aún no se marchaba cuando Luz María se lo dijo: “Hasta acá vamos”. Puso fin a la relación de cuatro años que llevó con el militar. Ella estaba cansada de sus maltratos e indiferencias, no veía un futuro prometedor. Pero él estaba decidido a volver, se resistía a la negación, la indiferencia que ella le daba en los mensajes acosadores que le escribía.

EL KILÓMETRO 66

Rubén condujo unos 66 kilómetros hasta el departamento de Paraguarí. La madre de Luz atendía un negocio en la zona comercial. Con falsas promesas persuadió a Matilde para que lo ayude a convencer a su hija de acompañarlo para darse un baño en una pileta privada, finalmente lo acompañó. Entrada la tarde volvieron y el comportamiento de Luz cambió. A partir de ahí aquella joven segura y fuerte –en la que se convirtió después de la ruptura– volvería a ser la misma temerosa y desconfiada de antes.

Algo le dijo Rubén y a ella le invadió el miedo. Se sacudían esas palabras y retumbaban con eco macabro en su cabeza. Por momentos lograba pacificarse y continuaba con sus actividades de siempre.

Era época de exámenes en la facultad y Luz necesitaba concentrarse al máximo para ser constante con sus calificaciones. Era de frecuentar la casa de su compañera de estudio, pero después de aquella tarde con el militar debió cambiar su rutina para lograr eludirlo. Él la acosaba.

LA INTERMINABLE CICLOVÍA

Cerca de las 21:00 del 20 de noviembre, Luz María no regresaba a su casa, y ya debía hacerlo. La preocupación asfixiaba el ambiente y el pensamiento de sus padres era perturbador. Luz era obediente, ella no se retrasaba, o –si lo hacía– enviaba un texto avisando de ello. Al reloj lo miraban a cada instante y este marcaba más de cinco horas desde que salió la joven para correr en la pista para deportes. Matilde llamó al teléfono móvil de su hija y este repicaba insistente, pero no había respuesta.

La mujer perdió la paciencia y con voz de mando ordenó a su esposo: “Samuel, ¡vamos a buscarla, ya no doy más aquí esperando!”. La callosa mano de un padre desesperado –aunque trataba de no trasmitirlo en su rostro– tomó la llave del automóvil y comenzaron la búsqueda en los alrededores de la ciclovía. A esa hora ya nadie la estaba transitando. Tampoco había rastros de ella.

Samuel era un hombre que demostraba rudeza, pero por dentro se estaba desmoronando. A su mente vino un recuerdo reciente, una conversación que tuvo unos meses atrás con Luz. Ella se acercó. Lo miró a los ojos fijamente, eran los mismos que cargaban esa emoción de pequeña, cuando lograba una buena nota en la escuela. Su hija le dijo: “Papá, te voy a contar una cosa que te va a gustar mucho, que hace mucho me pediste: ya me dejé de Darío”. Él sintió alivio en aquel momento y la invitó a comer a un patio de comidas, festejando el fin de aquella atadura.

Samuel volvió en sí, sacudió su cabeza para borrar lo premonitoriamente trágico que ese recuerdo pudiera resultar. Una tos seca y continua –de Matilde– interrumpió ello. Los nervios provocaron arcadas, su presión arterial cayó en picada y sentía desvanecerse. Aquella madre presentía lo peor y le dijo a Samuel que vuelva a la casa; tenía la leve esperanza de la repentina aparición de Luz. Pediría disculpas por el quebranto y todo se trataría de un malentendido. Pero eso no ocurrió.

Al llegar a la casa, Matilde fue recibida por el silencio. La corta esperanza se desvaneció por completo. Tomó de nuevo su teléfono y llamó a su hija, la foto del perfil de Luz la sonreía y ella le hablaba a la imagen: “Contestámena che memby…” (contéstame mi hija). La pulsación de esa llamada era infinita, nadie respondía.

Cada hora que transcurría de ese día parecía interminable. Llamaron a Rubén Darío y él respondió sorprendido y con total seguridad: “No sé nada de ella, señora…”, dijo con una voz parsimoniosa.

En aquellos días el militar no asistía al cuartel por una lesión en la pierna. Cuando recibió la llamada, él se encontraba en Paraguarí.

El contacto de la familia con Rubén era de extrema confianza, tanto que esa misma noche –de la desaparición– la hermana de Matilde lo llamó pidiéndole que la lleve hasta San Lorenzo. Quería estar con la familia en ese momento delicado. El joven accedió sin contratiempo y él también se sumó a la búsqueda.

Todos subieron al Chevrolet Vectra de Rubén. El militar condujo hasta la Fiscalía y ante el funcionario de atención permanente radicaron la denuncia por desaparición de persona. La fiscala Blanca Agüero fue designada para encabezar la investigación. En la Policía fue llamado un joven oficial –pero de mucha experiencia– de nombre Julio Díaz.

Díaz conversó con la familia y, por último, con Rubén. Tomó nota de todos los detalles previos a la ausencia de Luz. Luego le pidió al subteniente recorrer nuevamente la zona con su automóvil.

Rubén se puso frente al volante del Chevrolet y con el policía a su lado comenzaron a repasar todo el itinerario de la mujer. Recorrieron la casa de cada amiga y compañera de estudios. Nadie tenía pistas.

A Matilde aún le quedaban fuerzas para continuar, pese a que no encontraban rastros de la joven. La mujer era un despojo, pero se mantenía firme en que Luz debía aparecer. Le insistió a Rubén en una recorrida más. Necesitaba conversar con la compañera más cercana de Luz. El militar accedió de inmediato y se les sumó otro compañero de Luz. Fueron los tres. El resultado sería el mismo.

Samuel continuaba desconfiado y llamó a su esposa: “Matilde, ¿Rubén está contigo?”, consultó el hombre con una notable tensión en la pregunta. La mujer respondió que no. Él la dejó en la casa y fue nuevamente a Paraguarí, terminó por explicar a su esposo. Una tormenta se desató sobre la ciudad esa noche. Una lluvia que sumaría su complicidad intentado borrar huellas.

La fiscala, con esta actitud de Colmán, aumentaría sus sospechas. La agente quería secuestrar el auto del militar para inspeccionarlo. Ella contaba con el testimonio de un vendedor de periódicos, el hombre vio a Luz subir a un automóvil muy parecido al que usaba Rubén. El sospechoso principal de la investigadora estaba envuelto en contradicciones y no colaboraba. Además, se resistía a ser interrogado y se sumaban sus constantes viajes a Paraguarí.

ALGO LLAMÓ LA ATENCIÓN DE LA FISCALA Y EL POLICÍA

La fiscala lo llamó al punto de acosarlo. Rubén contestó, lo amenazó con ordenar su captura y con ello lo convenció de presentarse a una indagatoria. Los familiares de Luz, otra vez, lo acompañaron esa noche desde Paraguarí. El reloj marcaba las 23:00. El militar aparentaba fresco y su colonia invadía la oficina fiscal. El interrogatorio no duró mucho y él declaró que perdió el contacto con Luz, ya que ella decidió terminar la relación hace un tiempo. Negó con vehemencia ser responsable de la desaparición de “Luma”.

Algo no cerraba para la investigadora, a esta idea intuitiva se sumaba Samuel. El papá de Luz seguía recordando escenas oscuras de la relación que mantuvo el militar con su hija. La fiscala escuchó a su instinto y ordenó colocarle las esposas a Rubén. Cuando se iba cerrando el grillete en sus muñecas se escuchó: “¡Se están equivocando! ¡Él ni a una mosca no le mata, señora!”. Era Matilde. La mamá de Luz creía ciegamente en la inocencia del subteniente.

La fiscala ordenó una pesquisa del automóvil. En la valijera encontraron una cuerda de nailon, cabellos y rastros de sangre. Las evidencias lo colocaron en una encrucijada, pero lejos de confesar atinó a defenderse diciendo “hicimos el amor en la valijera”. Algo poco creíble para los investigadores. Esta vez lo tenían en las manos.

Pero los días se hacían eternos, Rubén no hablaba. La familia estaba destrozada. Se cumpliría una semana de la desaparición de la joven y sentían que su búsqueda giraba en círculos.

27 de noviembre, el día previo.

1:00. El teléfono celular sonaba insistentemente. El vibrador de la batería hacía que el aparato cobre vida acercándose a la cornisa de la mesita de la lámpara. Blanca –la fiscala– despertó abriendo apenas los ojos. “¿Hola?”, contestó con voz quebrada. “¡¿Doctora?! Reinaldo Gayoso soy, periodista de Paraguarí. De acá te estoy llamando. Discúlpame la hora, pero tengo algo urgente para contarte”. “Sí, decime”, volvió a responder la fiscala. La concisión de la alerta despertó su curiosidad.

Gayoso: “Doctora acá está un taxista, Luis Carlos Espínola se llama. Él pide garantías para entregarse. Sabe sobre la chica desaparecida”.

La fiscala no lograba entender del todo lo que escuchaba y pidió una mayor precisión. “Pasame con él”, dijo Agüero. El chofer estaba agitado, su respiración se aceleraba y le costaba darse a entender. Luego de unos segundos respiró profundo y comenzó a soltar las primeras palabras.

Él confirmó lo peor: Luz María estaba muerta y el militar la enterró en lo más alto de un cerro en Paraguarí. “Yo le ayudé doctora porque él me amenazó con una pistola…”. Finalmente, el panorama cambiaría para la fiscala. Aquel del que había dudado era el asesino. Siempre tuvo razón.

UN MONTÍCULO DE PIEDRAS Y ROCAS

Rubén era un cliente frecuente de Luis Carlos, el taxista. Varias veces lo acercó al cuartel y, en otras ocasiones, fueron a salidas de ocio en la ciudad. Aquella noche del 20 de noviembre el militar lo llamó para encontrarse en un punto muy cercano al Cerro Mba’e, como los pobladores conocían al Cerro Porteño. Necesitaba que lo ayude a remolcar a un conocido, solo atinó a darle ese detalle.

Cuando se encontraron, dieron algunas vueltas en el Vectra. Ambos bajaron y Rubén abrió la valijera, el cuerpo de una joven estaba oculto ahí. La oscuridad no le permitía distinguir bien, pero era suficiente para asustarse e intentar huir. Pero el subteniente lo tenía planeado. Sacó un arma de fuego y con voz de mando le ordenó: “Me vas a ayudar…”.

Luis Carlos y Rubén sacaron el cuerpo del baúl de aquel Chevrolet. Cruzaron el perímetro de alambre con púas, que delimitaba el predio del cerro. La lluvia comenzaba a empaparlos y golpeaba sus espaldas. El terreno se hacía fangoso y con dificultad llegaron a la parte más alta del lugar.

Divisaron un viejo pozo. Los lugareños lo habían cavado buscando tesoros de la guerra. “Este es el lugar”, dijo el militar, su rostro estaba desdibujado, nervioso. Quería acabar lo más rápido posible.

Ocultaron con tierra el cadáver y colocaron rocas para marcar el lugar. Algo poco entendible para Luis Carlos. Pensó que Rubén quería deshacerse por completo de todo rastro que lo inculpara.

Se sacudió las manos y su teléfono comenzó a sonar, Rubén lo sacó y miró por unos segundos la pantalla. Luego contestó: “Sí, fiscala. En mi casa estoy… está bien, iré para allá”. Era el día de su declaración. Rubén tuvo oculto el cuerpo de Luz María en la valijera del Vectra durante toda la jornada del 20. Ayudó a buscarla simulando estar preocupado, trasladó a su madre y otros familiares hasta la Fiscalía. Un policía subió con él buscando huellas en la casa de cada amigo y compañero de facultad. Hasta elevó una oración esperando la aparición de la mujer a quien mató estrangulándola con una cuerda. Ese día el asesino la había cargado consigo sin despertar sospechas.

Con la ayuda del taxista, la fiscala encontró la fosa. En el televisor, las noticias alertaron a Matilde lo que ocurría. Veía en las imágenes cómo la agente Blanca Agüero aparecía en aquella pantalla desenterrando un cuerpo. Al minuto confirmaron la identidad. La mujer corrió hasta el dormitorio matrimonial y abrazó a Samuel. Dejó correr lágrimas y le dijo con voz entrecortada: “Samuel, nuestra princesa murió. Ese asesino la mató…”. La búsqueda de los Ruiz Díaz Zubeldía había terminado…

Enero del 2003. La familia intentó borrar lo amargo de cada detalle que les recordaba a Luz. Viajaron a España para intentar recomponer sus vidas. A finales del 2014 todo cambió. Una nueva ley que permitía la redención de reos desmembraría todo intento por olvidar. Rubén Darío Colmán urgía acogerse a ella. El militar compurgaba los 20 años de cárcel en la Agrupación Especializada y quería su libertad.

El matrimonio se opuso a cada artilugio jurídico y no solo logró truncar las acciones de aquel hombre que mató a su hija, también consiguieron que sea llevado al penal de varones del barrio Tacumbú, donde cumplirá su condena como un hombre más. Hasta el 2022.

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