Por Marcelo Tolces, matolces@gmail.com - Notas: Rosi Pereira Palma

En la primera mitad del siglo 20, la tradición de contratar lloronas en los funerales y entierros estaba muy arraigada en nuestro país. Las lloronas funcionaban como un catalizador de emociones. Ver y escuchar a personas llorando ayudaba a que uno mismo reflexione sobre el difunto y sienta más dura la pérdida.

Según el historiador Jorge Rubiani: “El llanto era una expresión ante la muerte y también la vida y –por sobre todo– formaba parte de una forma para comunicar ciertas molestias”.

También era una muestra de estatus, con mayor poder económico se podían contratar mayor cantidad de lloronas e incluso conseguir mayor intensidad y duración en los llantos.

Rubiani también comentó que: “En ese tiempo, las lloronas, como testimonio del trabajo, juntaban las lágrimas en frascos que eran depositados en el féretro para mostrar que el difunto era sentido”.

Ya en la década de los ochenta, la tradición de contratar lloronas en los entierros empezó a mermar y el oficio como tal prácticamente se acabó.

Buscando testimonios de lloronas en la actualidad dimos con Marisa. Marisa no pertenece a las lloronas originales. No es la continuación de la tradición, sino más bien parte de un colectivo que trajo, brevemente, la tradición de las lloronas de vuelta.

ALGUIEN QUE LLORE SU PARTIDA

Su marido trabajaba en una funeraria. Cuando llegó un difunto que no tenía familiares ni nadie que lo reclame, se quedaron conversando junto con su marido y amigos; resultaba triste que una persona no tenga quién llore por su partida. Esa conversación derivó en la decisión de crear un grupo de lloronas.

Si bien todo comenzó accidentalmente, a medida que pasaba el tiempo había más entierros en los cuales requerían sus servicios.

“Yo me pongo en el lugar de los familiares, hasta imagino que el muerto podría ser un familiar mío, y eso me toca”, explicó Marisa.

Los precios de los llantos varían, se pasa un monto y luego se va negociando de acuerdo a las posibilidades de los familiares del difunto.

Marisa dice que la gente de plata es la que menos llora, por eso son quienes por lo general las contratan, y están también aquellas familias humildes que quieren aparentar de un estatus más alto y solicitan sus servicios.

Uno de los entierros que más recuerda es cuando el hijo de un difunto se acercó a preguntarle por qué lloraba tanto a su padre. Marisa le dijo que era porque su padre había sido una gran persona y lo iba a extrañar. Luego de hablar con ella, el hijo, que hasta ese momento se había mostrado frío, empezó a llorar. Fue la conversación con Marisa el catalizador que le ayudó descubrir o aceptar las emociones que estaba experimentando en ese momento.

TIEMPOS SIN LÁGRIMAS

Es probable que el fin de las lloronas se haya dado por un cambio social mundial. Con los avances de la ciencia médica moderna, la muerte dejó de estar tan presente en el día a día de nuestras sociedades. La viruela, la polio, la misma epidemia de la gripe española que había azotado al mundo a comienzos del siglo veinte empezaron a ser controladas. Y el llanto, que había sido quizás la principal experiencia humana hasta ese momento ante esta serie de dramáticos sucesos, quedó en un lugar secundario frente a la risa.

Según Rubiani: “Pese a que ya no se ven lloronas, actualmente existen los reidores, que son pagados para matarse de risa por algunas ridiculeces”, explicó.

El ocaso de las lloronas no nos habla solamente de quiénes fuimos, sino también de quiénes somos y en quiénes nos estamos convirtiendo.


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