- Por Óscar Lovera Vera
- Periodista
Pasaron varias horas desde que comenzó a aditivar su sangre con cerveza. Bebió tanto intentando borrar recuerdos y momentos que le perturbaban. A simple vista su vida se veía normal. Roque Carmona, un suboficial militar de 40 años, director de orquesta de las Fuerzas Armadas. Tenía esposa, hijos. Todo lo que la sociedad no definiría como anormal.
Su sed aumentaba, sin embargo, su cuerpo dijo que era suficiente. Se levantó, tomándose de sus rodillas e impulsándose hacia arriba. Luego de enderezar su delgada figura, buscó visualmente la salida y se encaminó a ella. Apenas se sostenía, tambaleaba en algunas ocasiones y en otras atinaba a sostenerse para no trastabillar.
El alcohol borró su memoria de corto plazo, olvidó dónde estaba su vehículo, miraba alrededor y la visión era difusa, desenfocada. Aunque dio varias vueltas no tardó mucho en encontrarlo.
Faltaban algunas horas para acabar con la noche del 7 de marzo del 2005. Pese a estar muy borracho tomó coraje y condujo su camioneta. Lo hacía a gran velocidad, sus reflejos no eran los mismos.
Sobre el asfalto serpenteaba la camioneta, las luces del faro parecían tener vida propia. La camioneta volvía a encarrilar. Lo que corría en su sistema comenzaba a provocar una dificultad al conducir, pero le daba un falso valor para creer que podía llegar a su casa.
Ya llevaba unos minutos conduciendo sobre la ruta Mariscal Estigarribia, en la ciudad de Fernando de la Mora. Los párpados pesaban y con esfuerzo los volvía a abrir. Al cruzar la avenida Zavalas Cué –el militar– sintió que perdió el control sobre la camioneta, iba tan rápido que no lograba enderezar el mando. Ya no pudo esquivar lo que apenas distinguía enfrente, un portentoso árbol se interponía a su paso. Subió a la banquina y la marcha infernal terminó con los hierros del vehículo, envolviendo el tronco macizo.
INCONSCIENTE
Quedó inconsciente unos segundos, el cuello latigó su cabeza contra el parabrisas, quebrándolo. Un rastro de sangre tibia recorría su rostro, deslizándose hasta la comisura de sus labios. Ahí fue a entender lo que pasó. Estrelló su camioneta y no lograba reincorporarse en el asiento.
A lo lejos, los curiosos seguían cada detalle de los movimientos de Carmona. ¿Estás bien?, preguntó un hombre que se atrevió a asomarse hasta la ventanilla del conductor. Sin esperar respuesta, marcó el 911 en su teléfono celular. Del otro lado una voz interpeló nueve once, ¿cuál es su emergencia? Ese desconocido describió la escena pidiendo ayuda con urgencia. Aquellos quejidos le indicaban que podría ser algo grave.
La llamada duró unos minutos. El telefonista anotaba cada detalle del lugar y la condición de aquel percance –en breve una unidad de bomberos llegará al lugar, indicó el operador –con cierto tono amable– al hombre que llamó.
Unos pocos minutos después, la sirena de los bomberos rompería el silencio de la madrugada. El destello de las luces azul y roja rebotarían en cada edificio que se iba desdibujando a ritmo acelerado. El claxon de aquel viejo camión retumbaría dentro de cada automóvil exigiendo al conductor hacerse a un lado; ellos llevaban prisa…
UNAS HORAS ANTES…
Como en toda guardia del cuartel de bomberos voluntarios, los socorristas llegaban al recinto e inmediatamente un golpe de talón, seguido por una potente voz exclamaba ¡Permiso para ingresar a la estación señor voluntario más antiguo! –Esto era seguido por una corta pero firme respuesta del oficial: ¡adelante! Con ello ya tenía la venia para imaginar qué tanta acción traería esa noche. Prepararon sus equipos, botas, los pantalones y campera ignífugos, guantes, linterna y el casco colgado de un gancho. Tocaba darle un chequeo a los camiones, que debían estar prestos para cualquier llamada de emergencia. La ambulancia y el autobomba, listo; decía un novato. Elegido tradicionalmente para ir punteando en la lista de equipamientos que llevaba cada automotor.
Cristhian Emhart –un bombero de la dotación– rondaba en su estación mientras se decía a sí mismo: todo en orden, y –quizás– hoy sea una noche más. Lo hacía con un tono sureño muy particular. Mientras conversaba con su conciencia, un vago recuerdo le venía a la mente: unos años atrás, cuando en aquel momento empacó sus cosas y dijo adiós a sus padres y a la adolescencia. Debía madurar. Él tenía 16 años cuando migró desde la pequeña ciudad de Obligado –departamento de Itapúa– a la capital. La decisión de apartarse de la familia fue para continuar sus estudios en el Colegio Nacional de la Capital, luego continuó en la Universidad Nacional de Asunción. La biología fue la carrera que eligió. Para pagar sus estudios comenzó a trabajar y llevaba en paralelo sus actividades.
Este proceso no lo hizo solo, su hermano mayor Jimmy también cargó su mochila con ilusión de progresar en los estudios y el trabajo.
En el paso por la capital ambos conocieron a Ivo Brun. Estudiaron en la secundaria y después de mucho volverían a cruzarse su camino. Ese compinche de pupitre les relató la vida de un bombero voluntario, los sacrificios de trabajar o estudiar –para completar el perfil exigido por la institución– pero que compensaba con el orgullo de ayudar, de rescatar vidas. La adrenalina que corre en cada salida de emergencia, en cada timbre que repica rompiendo la tranquilidad de cada noche de guardia, Ivo sonaba tan convincente que no analizaron mucho la propuesta. Cristhian llegaría al último año de la carrera y con 23 años de edad.
Los dos se enrolaron en el Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Paraguay. Al salir de la academia fueron designados a la undécima compañía en la ciudad de Fernando de la Mora.
Con el tiempo, los hermanos Emhart comprobarían que los relatos de Ivo no eran fantasía. Ellos llevarían tatuados en la memoria uno de los incendios más grandes que le tocó vivir a cualquier bombero paraguayo. Asistieron el 1 de agosto al siniestro del Ycuá Bolaños, sumando preseas en el rol como rescatistas…
LA ALARMA CORTÓ LA SERENATA
La noche del 7 de marzo no era una más como en un principio pensó Cristhian, uno de los muchachos estaba de cumpleaños y él, acompañado de su guitarra, se encargaría de la peña una vez que la medianoche marque el ritual de fiesta. La cena estaba lista, los roles para la guardia estaban asignados y era el momento de esperar la serenata.
Pero un inoportuno timbre cortó toda intención de agasajo. ¡Lo dejaremos para después!, dijeron al unísono.
Cada bombero solo cuenta con treinta segundos para equiparse, pantalón, cotona, subir la cremallera, alistar guantes y colocarse el casco. Correr a la autobomba y la ambulancia, todo sincronizado. En ese momento solo tenían retumbando en la cabeza lo que esa voz metálica de la radio les ordenó hacer: –sonido de alerta en radio– “atención compañía K11: 10.78: el servicio sería 10.41: vehículo liviano impactó contra un árbol, un 10.44: paciente de sexo masculino - 10.17: sería Ruta Mariscal Estigarribia y Zavalas Cué…”. Los códigos advertían del suceso y dibujaban en la mente de Cristhian lo que debía hacer en aquel accidente.
Su rol en esa noche era de primer respondiente: analizar los signos vitales de la víctima, estabilizarlo y como último procedimiento subirlo a la ambulancia para trasladarlo a un centro médico; repasaba con detenimiento lo aprendido en la academia y los años que ya llevaba en esto. Para él su acción era mecánica, nada podía fallar. Lo salvaré –dijo con voz firme a su conciencia– mientras acomodaba cada dedal del guante de látex en su mano, faltaba poco para llegar.
¡Descender! –gritó el oficial a cargo– Era la orden de bajar de los vehículos, habían llegado al lugar del accidente. El pulso de Cristhian se aceleraba, la respiración era corta y se agitaba. Su mirada buscaba la escena de la colisión, como un francotirador localiza a su objetivo a través de la mira. Lo divisó y fue hasta él, lo seguía su ayudante, el segundo respondiente, que llevaba consigo la mochila con los equipamientos para contener hemorragias, estabilizar el cuello e inmovilizar miembros en caso de ser necesario. Carmona aún estaba dentro del habitáculo de la camioneta. ¡Señor, me llamo Cristhian y soy bombero de Fernando de la Mora, vamos a ayudarle pero necesito colocarle este inmovilizador en el cuello!
Un furibundo grito interrumpió su protocolo de presentación y el bombero retiró momentáneamente sus manos de alrededor del cuello de Carmona. ¡Déjenme! ¡No me toquen! ¡Fuera de acá! El tono iracundo cortó la concentración de toda la dotación. El resto del equipo –que en ese momento se aseguraba de la estabilidad del automóvil– giró medio cuerpo hacia la escena principal intuyendo que el procedimiento a cargo de Cristhian no sería fácil.
Pero señor, queremos ayudarlo, está herido y vamos a llevarlo a un centro asistencial, insistió Emhard ensayando, esta vez, un tono de voz conciliador al de mando con el que había iniciado la conversación.
La respuesta fue la misma: ¡Fuera de acá! ¡No me toquen! No solo la agresión verbal se manifestaría, un escupitajo del militar se estampó en el rosto de Emhard, habría perdido el control y reaccionó increpando a la víctima. La discusión subió de tono cada vez más.
Lo que debía ser un acto sencillo de cinco minutos se convirtió en un hervidero de insultos y empujones. Carmona logró incorporarse y fustigaba desafiante al joven vestido de amarillo.
La discusión pugilística se interrumpiría con otro sonido de sirena. Era una patrullera de la comisaría segunda de la ciudad. Los agentes –de uniforme color caqui en aquel entonces– bajaron, con plancheta en mano, y separaron a los contendientes.
La policía se llevó a Carmona hasta un hospital de la zona. En tanto los bomberos decidieron hacer una denuncia por agresión y amenazas contra el hombre. En ese momento no sabían que era militar pero sí se percataron de la cantidad de alcohol que habría consumido, todo eso le fluía por los poros.
LO SIGUIÓ LA MUERTE
En la comisaría. Carmona tenía una venda que rodeaba la cabeza, el cristal del parabrisas le provocó cortes que fueron suturados en el hospital al que fue llevado por los agentes. Luego pidió hacer una denuncia contra los bomberos. Unos pocos minutos después, Jimmy y Cristhian llegaron a la estación de policía, vieron a ese hombre nuevamente cerca.
Carmona dirigió su machucado cuerpo a una solitaria silla en una esquina. Se sentó con cierta dificultad, lo que indicaba que aguardaría su turno. Mientras, los hermanos Emhard hicieron lo mismo pero se ubicaron en dos asientos frente a la mesa del oficial de guardia. Del otro lado, un policía preparaba el libro de denuncias y un bolígrafo. Cristhian estaba un tanto nervioso. Para relajarse comenzó a distraerse en los accesorios de aquel reluciente uniforme policiaco. Se detuvo en el portanombres: suboficial Fredy Mendría, tenía grabado en blanco aquel metal nuevo. Todo impecable. No tenía duda sobre los primeros pasos de aquel agente del orden.
El reloj en la húmeda pared de la oficina de guardia marcaba treinta minutos después de la una de la madrugada del 8 de marzo. Los hermanos se miraban y ya no sabían qué más hacer, aquel policía les resultaba muy meticuloso con los detalles en la hoja.
La primera pregunta del novato policía, al fin se escuchó: relate usted qué fue lo que ocurrió. Cristhian contestaría la interpelación. De repente a sus espaldas se escuchó el rechinar de la silla de Carmona, se deslizó para atrás. El chirrido de la pata de metal contra las baldosas llamó la atención de todos. Jimmy y su hermano giraron medio torso en dirección a aquel hombre que tenía empuñada un arma de fuego en la mano, la llevaba escondida en la bota militar. El tubo del cañón de aquel revólver –calibre 38– relumbraba a la luz blanca y artificial de la sala.
Lo que se escucharía a continuación fueron cuatro disparos. El eco de las detonaciones retumbaría de manera infernal. Los proyectiles –con encamisado de plomo– iban directo a Cristhian. Tres de ellos lo hirieron. Uno dio en el brazo, otro de refilón en el cuello, el tercero entre el tórax y el abdomen, a la altura de la octava costilla. Ese balazo le perforó el hígado, dando paso a un incontrolable sangrado interno. Cayó al suelo desvanecido, todo parecía darse en cámara lenta.
No entendían qué había pasado, le sacaron sus documentos y ahí se percataron quién realmente era. Roque Carmona exhibió sus documentos civiles en el sanatorio médico y no fue hasta ese instante en que se dieron cuenta que era militar y estaba armado. El tubo cañón aún humeaba y apuntaba a los bomberos, cuando varios policías se lanzaron a reducir al hombre.
Otra vez las sirenas se encendieron, esta vez el herido era Cristhian. Aún respiraba, su pulso era débil y le costaba inflar con aire sus pulmones. Sus camaradas usaban un respirador manual para ayudarlo. La cinco minutos de oro –un procedimiento conocido por los bomberos donde en ese tiempo deben auxiliar a la víctima de manera a aumentar sus posibilidades de vida–. Aún les quedaba algunos minutos. Cristhian tenía ambulancia, que aparcó dejando las huellas del caucho sobre el cementado del entonces Hospital del Trauma. Tenía manchado el pulcro amarillo del uniforme con su sangre, lo llevaron al quirófano. Horas después el rostro de los médicos denotaba decepción, Cristhian estaba muerto.
El cuarto disparo
Mientras la noticia de la muerte de Cristhian sacudía a la estación, en la comisaría un agente preguntó al suboficial Fredy Mendría si la sangre en su uniforme era la del bombero. Fredy contestó rápido: no me acerqué a él, arma. El novato se tocó en esa zona y sintió una perforación. El cuarto disparo de Carmona lo hirió en el estómago, lo insólito fue lo imperceptible para él. Mendría quedó internado quince días en el Hospital de Policía, el plomo le perforó el páncreas.
Ellos me robaron
Carmona culpó a los bomberos de su reacción. Su esposa denunció días después la desaparición de quinientos mil guaraníes que su marido los llevaba en la billetera. Sin embargo, se comprobó que Roque tenía esa cantidad y más. El robo fue desmentido. Dos años después del cruel crimen. Cristhian se convirtió en símbolo para sus camaradas, hasta hoy. Roque fue condenado a 22 años de cárcel y hasta el 2012 los cumplió en el penal de varones del barrio Tacumbú. Más tarde un recurso de apelación permitiría que sea trasladado a la cárcel de Viñas Cué, en su condición de militar. Su pena lo compurgará el 7 de marzo del 2027.
Ivo recordó algo que Manfred Cristhian Emhard le recordaba siempre: “Arma, yo voy a morir en servicio…”.