• Por Augusto Dos Santos
  • Director periodístico Grupo Nación

Entre 1962 y 1967, la cadena ABC produjo una legendaria serie, “Combat!” (¡Combate!), protagonizada por Vic Morrow como el sargento “Chip” Saunders y Rick Jason como el teniente Gil Hanley. Desde que alguno de ellos decía “¡andando!” hasta el final del capítulo transcurrían emocionantes historias vinculadas al paso de un pequeño pelotón yanqui tras el desembarco de Normandía.

Años después, el Canal 9 emitió la serie, o intentó hacerlo, pero apenas puestos los primeros capítulos le surgió una poderosa opinión en contra.

Alguna noche de esas, el Gral. habría estado descansando de un típico día de dictador cuando de pronto todo su ser militar se vio copado por el anuncio que hacían en la tele sobre una serie que empezaba: Combate! Como hacía frío pidió unos mates y se instaló en un vetusto sillón, con los pies sobre una mesita, que además tenía revistas en homenaje a él mismo que jamás leyó.

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Estuvo al borde de la emoción cuando comprobó que efectivamente era una serie sobre la 2da. Guerra Mundial, que siempre lo dividió mucho en sentimientos. Por un lado, su momento actual absolutamente alineado a la doctrina de seguridad nacional y el mandato de los Estados Unidos, pero por otra parte su silencioso y soterrado idilio con la representación nazi del poder. Transcurrieron 15 minutos y en verdad todo lo que se veía en la serie eran soldados americanos disparando y soldados nazis muriendo. Es más. Un americano disparaba una vez y morían 5 nazis.

El General empezó a tener sus serias diferencias con el enfoque argumental de la serie, pero decidió esperar un poco más y la siguiente semana se sentó en el mismo sillón a ver el siguiente capítulo en la esperanza de que la contienda fuera más equilibrada. En vano. Los soldados americanos estornudaban y moría algún nazi. Fue la gota que colmó el vaso. Discó el viejo teléfono de carcaza de baquelita y llamó a alguien importante del Canal 9, ordenó que la serie se cancele sin dar más explicaciones, lo cual era lógico. Nadie pedía explicaciones a Stroessner. Así acabó ¡Combate! y fue al mazo el escuadrón de Vic Morrow en Paraguay.

50 años después, el 23 de marzo del 2017, Humberto Rubin, en su programa en Radio Ñandutí, confirmó que esta historia era real y que se la había contado el mismísimo Ricardo Sánchez Abdo, que era director del decano de los canales del Paraguay.

UNA FANTÁSTICA AVIVADA POSGOLPE

Los cheques de mi general

Cayó el dictador y las calles se poblaron de alegría. El Partido Colorado inició un espectacular proceso de aggiornamento mediante el cual desaparecieron de la faz de la tierra todos que hasta hace una semana nada mas se autoproclamaban orgullosamente estronistas.

El viejo dictador tomó un vuelo a Brasil y sus ami­gos de siempre empezaron a gobernar el Paraguay mediante la alquímica operación de pasar de auto­ritarios a demócratas en un tiempo inferior al chas­quido de dedos.

El dictador observaba el mar desde una rústica silla de playa que le colocaban sus familiares en las nubosas tardes de Guaratuba y de tanto en tanto miraba alre­dedor para preguntar a alguien si esto era una vaca­ción o en realidad le habían echado del gobierno. Como casi nadie había en el entorno, al contrario de antes, al final comprendía que su destierro era una realidad.

Al General le quedaron unos pocos amigos, los dedos de una mano eran bastante suficientes para contabili­zarlos. Uno de ellos, empresario, fue a visitarlo un día de esos y tras conversar con el viejo caudillo estuvo curioseando en la habitación. Sus ojos se detuvie­ron en un maletín ejecutivo y se atrevió a preguntar qué contenía. Un familiar le explicó con inocultable enfado que el maletín estaba lleno de cheques ven­cidos. ¿Y cómo es eso?, preguntó el empresario. Y le relataron que con absoluta displicencia Stroessner se guardaba allí los cheques de las colaboraciones, coi­mas, aportes, donaciones, como si tales papeles no tuvieran caducidad. Al final de todo, se encontraron con decenas de cheques vencidos hace años. Y abso­lutamente inútiles.

¿Puedo ver?, preguntó el empresario. Sí, claro, le res­pondieron. Miró el contenido del maletín. Debían ser unos 20 o 30 cheques, efectivamente. Cerró de nuevo el recipiente y encaró al propio anciano.

–Presidente, ¿puedo llevar estos cheques a Paraguay?

¿Para qué?, le respondió. No sirven.

Solo déjeme llevarlos, General, retrucó el empresario. Llé­velos, dijo finalmente don Alfredo casi enfadado.

El empresario, regresado a Asunción, miraba el fin de la tarde desde el edificio donde vivía. Itaipú había despertado una ciu­dad que extendía sus dedos hacia arriba, pero no obstante se seguía viendo el río mítico, viajando cansino con sus luces de ocaso. Se hizo un whisky y se restregó las manos; los próxi­mos minutos prometían ser muy productivos.

Discó con pausa un número y esperó que alguien atendiera.

–Hola, don Fulano, cómo le va don Fulano, yo soy... - y dio su nombre.

Escuchado ese nombre tan vinculado al dictador al otro lado de la línea solo se escuchó un saludo despojado de afecto.

Y mire, don Fulano, yo tengo un par de cheques que usted había donado a mi general y me pregunto si podría pasar para efectivizarlos, ya tienen un par de años.

Pero me extraña –respondió la voz– usted sabe que los che­ques vencen en un mes. Imposible. Tengo que cortar.

El empresario de los cheques respiró profundo y respondió:

–No hay problemas, don Fulano. De hecho que estoy pensando publicar en un diario todos estos cheques y las car­tas de amor al dictador que le acompañaban. Obviamente sus cheques estarán en un lugar central en esas publicaciones. Y dicho esto, cortó.

Transcurrieron 20 segundos y su teléfono volvió a sonar incesantemente por las próximas 3 horas. Casi a las 22:00, lo atendió. Al otro lado se oyó una voz angustiada que decía:

–Mi querido amigo, usted me malinterpretó. Lo que quiero es que venga con todos sus cheques a mi oficina mañana antes de las 8:00 y los efectivizamos sin problemas.

Tras confirmarle que iría, el empresario sorbió un trago de whisky, fumó un cigarrillo, miró la noche iluminada del cen­tro y tomó el teléfono. Sería apenas la segunda de las 15 lla­madas restantes.

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