• Por Ricardo Rivas
  • Periodista

“Buenos Aires la podés encontrar alrededor de sus cafés”, dijo allá por los 70 aquel intelectual, escritor y periodista Helvio “Poroto” Botana. Hijo menor de Natalio, fundador de Crítica, un diario que hizo historia, y de doña Salvadora Onrubia, anarquista y feminista que supo albergar a David Siqueiros –fallido asesino de Trotsky en México– y a su mujer, Blanca Luz Brum. Gran relator, una medianoche fría y lluviosa, en el Café Tortoni, Avenida de Mayo entre Piedras y Tacuarí, contó que su madre, “Doña Salvadora –como llamaba– cuidó mucho a Alfonsina [Storni], después que la operaron de cáncer, en el 35. La alojó en ‘Los Granados’ [una residencia de los Botana a poco más de 30 km al norte de Buenos Aires] y fue su enfermera”.

Poroto hizo silencio. Apuró un trago de Martell, incomparable cognac francés que descubrí aquel día, y con su mano izquierda orientó mis ojos hacia un cuadro con la imagen de aquella poetiza que, a quien quisiera escucharla, provocadora, aseguraba que su nombre “Alfonsina quiere decir que se atreve a todo”. Poroto continuó.

“Me fascinaba escucharla. Creo que alguna vez estuve enamorado de ella. Pero no me animé. Aquí nos reuníamos con ella, con [Benito] Quinquela Martín, fundador de la Agrupación Gente de Artes y Letras, con Roberto Arlt, que laburaba en el diario y se sentaba en un escritorio cerca del Loco [Héctor Daniel] Rivas, tu abuelo; con [Jorge Luis] Borges”. Escuché con atención. Era un pichón de periodista que, apenas, superaba los 22. “Tenía amigos en todas partes. Los hombres disputaban su compañía. El Tortoni era parte de su vida y también de su muerte”, agregó nostálgico.

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“Sus búsquedas interiores gustaba hacerlas en Mar del Plata [400 km al sudeste de aquí]. Disfrutaba caminar por la playa y alojarse en el hotel San Jacinto de la Pizzigatti [Lidia Oriolo de], de la calle Tres de Febrero [2861], en el barrio de La Perla. Para allá se fue en el tren el 18 de octubre del 38. Estaba quebrantada. Alguien me dijo que viajó para encontrar a un periodista o escritor que no conocí de quién quería despedirse como lo hacen los que se aman. Creo que se llamaba BT, era casado y muy respetado en la sociedad marplatense. Ocultaban la relación. Intuí que no volvería a verla. Estaba sentado en esta misma mesa cuando supe de su muerte. El Tortoni dejó de latir. Lo invadieron el silencio y la tristeza. La Nación publicó su último poema ‘Voy a dormir’, que envió al diario por correo. Con él, ‘Falucho’ [Félix Luna] y Ariel [Ramírez] compusieron ‘Alfonsina y el mar’”. Helvio no habló más. Media hora después dejamos el Tortoni. La Avenida de Mayo estaba casi desierta.

Viajé a Mar del Plata tras los pasos de Alfonsina. Una y otra vez caminé y me detuve donde alguna vez estuvo el San Jacinto. Recorrí las playas hasta la escollera desde donde se arrojó al mar en la madrugada lluviosa del 25 de octubre de 1938. Conocí a BT. Hablé con él, pero fue esquivo. Sé que falleció, pero respetaré el pacto de confidencialidad que me exigió. Con los ojos brillosos recordó que “aquella noche, Alfonsina, después de despedirse de Celinda [Abraza] y de José [Porto], empleados del San Jacinto, dejó en su cuarto una nota escrita en rojo que decía ‘Me arrojo al mar’ y una carta”.

Negó que aún poseyera un zapato de Alfonsina que encontró en el lugar. Admitió que se hizo cargo del cuerpo “por algunas horas hasta que partió hacia Buenos Aires”, donde él también viajó “para despedirla”. Romanticismo puro. Una flor dejé en su monumento que mira a ese mar que es su dormitorio.

Volví al Tortoni. Allí Jesús –un mozo jubilado en los 80 que trabajó allí desde el 37– recordó que vio “llorar el día de la tragedia a hombres y mujeres. Muy triste. En el 43 la Agrupación que formó Quinquela cerró. Vendieron los muebles y el piano Steinway en el que tocó el polaco [Arthur] Rubinstein. Con la guita, compraron el granito que usó el maestro [Luis] Perlotti para el monumento que está en Mar del Plata”.

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