• POR MIKE SILVERO
  • FOTOS: CARLOS JURI

Con vestimenta impecable; un traje azul a finas rayas blancas, calzados y cintos de color marrón, con una camisa más clara y una corbata oscura para el contraste, cargado de joyas en las manos y colgadas al cuello, así se divisa a un hombre cuya mano es objeto del recurrente contacto con labios de quienes frente a él se arrodillan y le agradecen. ¿Cuál es el motivo del agradecimiento? Los más simplistas responderían que la paciencia y el respeto, los más analíticos en la complejidad de los asuntos religiosos e históricos dirían que a ese hombre se le debe la paz reinante en la zona. Es el custodio del Santo Sepulcro.

Mediando el siglo XI, Saladino –el sultán egipcio admirado por cristianos y musulmanes–, le entregó la llave del Santo Sepulcro de Jerusalén a la familia del hombre que describimos (Adeeb Joudeht). Por aquellos tiempos la intención era evitar que los cruzados vuelvan a tener control de este lugar sagrado. Por estos tiempos está resignificado el asunto en mostrarse como un mediador en las llamativamente frecuentes disputas entre diversas expresiones del cristianismo.

La piedra del ungimiento está por completo debajo de la capa de roca de unos 8 a 10 centímetros que se expone y está habilitada a que los visitantes toquen.

“Es bastante común que una discusión acabe en algo más directo, han habido casos de peleas a los golpes entre sacerdotes y monjes”, destaca nuestra guía en el tour por la ciudad vieja de Jerusalén. En este pequeño sitio, de no más de 1 kilómetro cuadrado coexisten musulmanes, judíos, cristianos y armenios.

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¿Es raro que un musulmán tenga la llave del lugar más sagrado para los cristianos? Es al menos sorprendente. La apertura de la iglesia se realiza antes del amanecer, a las 4 de la mañana y allí en la propia entrada permanece este custodio hasta caída la noche. El rumor hoy día solo discute la cantidad de veces en que la familia con la llave ha rechazado ofertas de diversos papas de la Iglesia Católica para dejar el control del lugar en manos más, sugerirían los seguidores de Cristo: acordes.

La negativa tiene siglos y parece que así seguirá. “Hay quienes dicen que judíos y musulmanes apoyan económicamente a la familia para que no entreguen el acceso”, señala con cierta sospecha nuestra guía. No es que no lo crea, tiene otra interpretación. “No creo que nosotros (judíos) paguemos por algo así, pero quizás sirva para hacerles creer eso a ellos (musulmanes) y que se hagan cargo”, apunta en un español rioplatense y con el humor habitual de los habitantes de Jerusalén.

DE LA CRUZ A LA ETERNIDAD

Cientos de personas recorren paso a paso la Iglesia, admirando cada punto que representa algún momento histórico de lo que fuera la muerte y resurrección de Jesucristo. A pocos parece importarle en manos de quién está la llave, a casi nadie le intriga definir si es ese realmente el punto específico donde murió Jesús o si fue en la Tumba del Jardín fuera de las murallas, y por sobre todo a ninguno parece interesarle lo que haga el de al lado.

Hay una mezcla en cuanto a la arquitectura del lugar, por las diferentes refacciones y elementos añadidos a lo largo de la historia. Desde la era paleocristiana hasta el estilo barroco.

En todo el recorrido por la vieja Jerusalén este es el lugar más cargado de una energía contagiante para quienes crecimos en base a los valores judeocristianos integrados a nuestra sociedad desde el descubrimiento de América.

Es una experiencia intensa, para algunos casi de trance. El recorrido nos encuentra con el lugar donde se colocó la cruz en la que murió Jesús, luego la piedra del ungimiento donde fue aseado tras la crucifixión y la tumba en sí de donde salió para -sostienen los creyentes- elevarse a los cielos al tercer día de su muerte.

La Basílica del Santo Sepulcro pertenece a las diversas variantes de cristianos existentes.

La vieja Jerusalén, la amurallada es un lugar donde se siente una silenciosa lucha de poder entre las religiones, cada baldosa tiene una historia, cada pasillo tuvo alguna conversación conspiraticia, pero la Iglesia del Santo Sepulcro marca espiritualmente otra situación. Los visitantes por momentos olvidan los teléfonos y solamente se dedican a admirar el sitio, arrodillarse, orar, agradecer, venerar o implorar por algún milagro.

Las oraciones se oyen entre murmullos, el llanto también es parte del ejercicio de emociones. No hay descanso. Algunos optan por comprar souvenirs; rosarios, imágenes, velos, y posarlos sobre la piedra donde le limpiaron las heridas ya al cadáver de quien para gran parte de mundo fue ‘El hijo de Dios’. Otros, quizás sin tanto resto económico en una zona de acceso gratuito pero de alto costo en compras, optan por llevar sus propios objetos al fin de obtener la bendición que buscan.

Los cristianos etíopes no forman parte del terreno en sí, solo de parte del techo.

La piedra está situada en la antesala de lo que se erige hoy casi como una cueva, donde está la tumba de Cristo. En aquel viernes, hoy santo, el proceso de limpieza del cuerpo, se dio a los apurones entendiendo la cercanía del sagrado Shabath para los judíos, es por eso que no fue enterrado como mandan los textos sagrados. Se esperó y eso dio pie a una creencia expandida hoy a todos los rincones del mundo.

Jesús vivió y murió como judío en lo que se conoce como el Monte Gólgota –Calvario o Calavera en español–. Su cuerpo fue depositado en lo que hoy es el lugar más impactante del recorrido. Las personas que ingresan y tocan la piedra original de la tumba salen con una confusión plasmada en el rostro, pero una convicción más fuerte aún en el corazón de que allí dejó de existir físicamente esa persona que murió por nuestros pecados.

Es difícil sino imposible encontrarle una explicación lógica a todas las sensaciones, de hecho sería ilógico y hasta petulante intentar hacerlo. Se trata de un acto de fe, que alimenta el alma y a mucha gente le ayuda a encausar sus pensamientos bajo parámetros que considera correctos. Nadie va al Santo Sepulcro a venerar rocas.

El recorrido pasa por un proceso de aceptar un misterio de Dios como un acto real. Es una prueba de fe que marca un antes y un después en la vida de las personas que lo visitan. Es la confirmación de que siempre hay una llave para llegar al reino de Dios.

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