Por Paulo César López, paulo.lopez@gruponacion.com.py

El polifacético director Julio de Torres nos propone en esta ocasión un drama de sensaciones encontradas, vacilaciones, espejismos, angustia y placer. Todo esto en una puesta que tiene como protagonistas a dos personajes –encarnados por Juan Reyes y Julio Petrovich– que comparten una habitación, conversaciones de filosofía, tedio, sufrimiento y también, por supuesto, los infaltables momentos de felicidad que no pueden faltar ni en las vidas más sombrías.

Sin embargo, esta presencia resulta también muchas veces agobiante. Ese minúsculo mundo no permite esos necesarios momentos de soledad para reencontrarse con uno mismo, sentir el alivio de no ser observado en una suerte de solipsismo de los demás en que nuestra vida puede esfumarse si logramos no habitar en el pensamiento del otro.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

El hilo de las acciones transcurre mediante indicios y fugas de tiempo que nos retratan unos personajes que están sumergidos en un mundo de ensueño, negando la realidad, sustrayéndose de su verdadera condición en el mundo. Pero esta ficción no debe ser entendida en sentido peyorativo, sino todo lo contrario. Ese mundo de la ficción se presenta sublime simbolizado sobre todo por la bella música, en cuyo papel se tiene la participación especial de Mónica Airaldi, quien presta su canto interpretando una pieza original compuesta especialmente para la obra por el compositor Juan Pablo González.

Por otro lado, esta ficción no se restringe al mero goce de los sentidos a través del arte, sino que también reviste un profundo sentido humano y antropológico. Esto desde el momento en que la humanidad, en su proceso de lucha por la sobrevivencia, ha recurrido a muy eficaces representaciones mentales para unirse y cooperar en torno a la concreción de objetivos comunes.

Imaginen lo eficaz que ha resultado la idea del paraíso cristiano en la construcción de la civilización occidental, que ha colonizado casi todo el planeta, al punto de que sin ella no sería posible entender muchos de sus aspectos. Sin embargo, no hay una sola prueba empírica que pruebe su existencia. Por tanto, no se trata de meras figuraciones sin sentido, sino mentiras necesarias y, sobre todo, útiles.

Y en este contexto no puede faltar la autoinculpación. El clímax del efecto dramático llega de gran manera ante la sospecha previa de que algo no calza. En efecto, los propios personajes se delatan a sí mismos en muchos pasajes instalando una permanente aprensión. Además, discursivamente resulta manifiesto el desfase entre el registro lingüístico, el “argot marginal”, con los temas tratados, que versan fundamentalmente sobre filosofía. Como materialización de esta dicotomía se presenta un risible juego de preguntas y respuestas con descargas eléctricas a manera de castigo.

El mismo nombre, “Veinticinco”, plantea un acertijo que no se resuelve sino hasta el final de la obra. Solo entonces se revela el significado de esa enigmática cifra que encarna el poder punitivo de la sociedad que siempre amenaza al individuo.

Ficha técnica

Dramaturgia y dirección: Julio de Torres.

Actúan: Julio Petrovich en el papel de Ernesto y Juan Reyes en el papel de Guillermo. Participación especial de Mónica Airaldi en el papel de la música.

Asistencia escénica: Aldo Valdez.

Visualización: Carlo Spatuzza.

Musicalización original: Juan Pablo González Sander.

Luces: Santiago Schaerer.

Dejanos tu comentario