COMENTARIO
Por Mabel Causarano
“No importa si tenés que sufrir…; no importa si tenés que llorar…”, es el cansino estribillo de un canto litúrgico que un grupo de personas, con las miradas fijas en un tiempo remoto y en un lugar invisible, escuchan cantar al predicador. Son miembros de una comunidad ayorea a la que se le arrebató las raíces, se desalojó de sus tierras y se violentó sus costumbres para trasplantarla a una zona donde, supuestamente, habrían vivido mejor.
Quienes no conocen la historia marcada por la violencia física y simbólica hacia los pueblos originarios se preguntarán sobre los autores del desarraigo, cómo lo lograron, qué hizo entonces y qué hace hoy el Estado para garantizar sus derechos. La obra de Arami Ullón, sin ser una narrativa de tinte histórico, desgrana las cuentas del collar de violencias y de promesas con el que esta comunidad chaqueña fue rodeada y trasladada a un lugar yermo y polvoriento, propicio, según sus captores, para abandonar “lo malos hábitos” tradicionales y adquirir “las buenas costumbres, valores y creencias occidentales”.
Entre estas últimas, la certeza de haber sido expulsados del paraíso en el que vivían por haber cometido un pecado, que aún no logran identificar, y arrojados a una tierra donde aguardan que se cumpla lo que les depara el destino: desaparecer. No hay vuelta atrás, lo saben. Muchas cosas cambiaron en la propia comunidad y en el entorno: sus tierras ancestrales están muy lejos, por la distancia y por las actuales condiciones subjetivas, ligadas a sus familiares, hijos y nietos, a quienes no desean abandonar. “Ya no puedo ser nómada”, dice uno de ellos.
El avance de la deforestación y de la explotación agropecuaria, la colonización religiosa, la cacería física y cultural son asumidas como parte de la condena que cumplir. Las muertes de los padres y abuelos por manos de los cazadores y por las enfermedades que los encontraban indefensos son pinceladas de un cuadro descarnado, que muestra en primer plano los rostros surcados por las marcas del sufrimiento, las manos que limpian y ordenan viejos casetes, que conservan, como huellas, relatos y comentarios autóctonos y, en los planos panorámicos, los escenarios secos y polvorientos, que descienden y se aproximan para enfocar aves y mamíferos muertos, esparcidos por el suelo.
Imágenes sobrecogedoras por su fuerza y su calidad, elocuentes al punto que las palabras son un complemento, perfectamente engarzadas para hacer hablar a los silencios.
“Apenas el sol no fue vendido”, corrobora un miembro de la comunidad. El astro que, al igual que el pueblo ayoreo, también está destinado a desaparecer, según la premonición o profecía, magistralmente expresada por Arami Ullón, quien, al igual que en “El tiempo nublado”, despliega su talento de cineasta y lo vuelca a la crítica y la denuncia social de un modelo civilizatorio que juega al descarte y la exclusión, sean adultos mayores o pueblos originarios.
Un testimonio contundente del desprecio a las memorias, creencias y tradiciones, a los “malos hábitos”, según la escala de valores del consumismo, el nacionalismo chauvinista, la intolerancia y el individualismo, que están desertizando la tierra y convirtiendo el bien común en un arcaísmo o una gastada muletilla de la retórica política.
La escena del incendio forestal que concluye “Apenas el sol” es la metáfora de una sociedad envolvente, víctima de la larga sequía moral; una sociedad que destruye lo que encuentra a su paso para construir cercos de exclusión. Hoy se llama pandemia. ¿Mañana?