El pasado domingo 20 de junio en horas de la noche se dio a conocer una noticia que enlutó a toda la literatura latinoamericana y al periodismo cultural de alto vuelo: el escritor argentino Juan Forn murió de un infarto a los 61 años.

Por Paulo César López

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Mientras tecleaba distraídamente y sin ganas unas palabras sin sentido, el domingo por la noche recibí el mensaje de un amigo con una noticia que me dejó desconcertado: falleció Juan Forn, quien con sus contratapas de los viernes en el diario Página 12 de Buenos Aires se había convertido en un escritor de culto.

Rápidamente me puse a hurgar en mi bandeja de entrada hasta que encontré su respuesta a una nota en su homenaje que escribí luego de que años atrás haya anunciado (falsamente, tal como lo predije) que ya no escribiría sus contratapas de los viernes.

“paulo, ando preparando un tomo 4 de los viernes, con material que escribí después del tomo 3 o que quedó afuera de los otros tres tomos. y acaba de salir un tocho de casi 400 pgs llamado “la tierra elegida” donde están las notas largas (a veces interminables) que escribí para radar. no estoy apareciendo los viernes porque el trabajo para la colección que estoy dirigiendo en tusquets me tiene completamente tomado (por ejemplo ahora estoy traduciendo a scott fitzgerald). pero calculo que de tanto en tanto seguiré sacando alguna nota, o en la contratapa del diario o en radar. te mando un abrazo fuerte y gracias de nuevo por tu hermosa nota”, decía textualmente su mail, el cual en su apurada ortografía denotaba que a pesar de su febril actividad se permitió quemar unos minutos de su tiempo para responder a un fanático y encima honrarle con un preciado regalo.

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Como archivo adjunto me obsequió “La tierra elegida”, el cual me puse a devorar como un lobo hambriento que apura las dentelladas a su presa antes de que llegue el resto de la manada. Pero más allá de sus notas largas (a veces interminables, como él mismo lo dice) y sus novelas, impregnadas de un irredimible tono autobiográfico, lo que lo consagró ante el público fueron sus contratapas de los viernes.

La última de ellas había salido apenas dos días antes de su fallecimiento, el viernes 18 de junio, bajo el título de “Homero en los Balcanes” y hablaba de uno de los grandes misterios de la literatura, el origen de la poesía oral, su forma de creación y transmisión, un tema que abordo precisamente en un pequeño ensayo sobre los contadores de historias de la comunidad tomárãho del Chaco paraguayo. Entre mis tantos proyectos truncados por la pandemia quedó pendiente, ahora para siempre, mi peregrinación en bicicleta hasta Villa Gesell para llevarte una copia y charlar, entre tantas otras cosas, de eso mismo que hablás en tu última contratapa.

Perdón por tan poco, pero ningún homenaje podría llegar siquiera asomarse a la inmensidad de tu legado. Quizá la mejor forma de celebrarte sea simplemente leerte, que es a lo que precisamente me dedicaré en las siguientes noches, especialmente cuando esté poseído por el fantasma del insomnio. Me pondré a buscar tus crónicas viejas tratando vanamente de conciliar el sueño.

En “Remedio contra el insomnio” relatás un episodio de Man Ray, que luego de probar todo tipo de somníferos logró conciliar el sueño siguiendo el consejo del periodista y explorador norteamericano William Seabrook, quien había escrito sobre rituales caníbales que presenció en sus expediciones al África. (Como prueba de la veracidad de sus narraciones, ofreció a sus comensales surrealistas carne humana cocinada por él mismo y que había comprado de unos estudiantes de medicina). Su recomendación fue que duerma con una pistola cargada debajo de la almohada. El ardid surtió efecto y a modo de agradecimiento Man Ray ofreció retratarlo. Cuando este llegó para la sesión en el piso que Seabrook tenía en París, se encontró con una escena estrafalaria que sería apenas el comienzo de una serie de extraños acontecimientos.

De la ficción autobiográfica a las historias reales

Si en sus contratapas Forn se dedica a contarnos la historia de otros, sus novelas son esencialmente autobiográficas. En “María Domecq” narra sobre los dos comas que sufrió y la cercanía con que contempló el rostro de la muerte luego de años viviendo el vértigo de la Buenos Aires de los noventa. Esta breve pero maratónica novela transita desde una extraña fabulación sobre la ópera “Madame Butterfly” de Giacomo Puccini, la semana trágica de 1919, la bomba atómica de Nagasaky, la Guerra contra la Triple Alianza (llamada Guerra del Paraguay por los argentinos) y una comunidad utopista del Brasil.

Finalmente disuadido por el último de sus “cracks”, abandonó la capital argentina. Su proceso de recuperación consistió en adoptar una vida sosegada a la orilla del mar en Villa Gesell, al este de la provincia de Buenos Aires. Su médico, tras ocho minutos de detenerse a examinarlo antes de proseguir su recorrido, diagnosticó que, a diferencia del 95% de los demás casos, su pancreatitis no había sido causada ni por piedras en la vesícula ni por el alcohol ni por la cocaína, sino por el estrés. El alejamiento de la vida disipada también lo alejó de la ficción, por lo que desde entonces se decidió a contar vidas reales de otros.

Una vez escribí un relato en su homenaje, que casi diez años después puedo decir que es un cuento muy malo (hablo del mío, por supuesto). Considero que Forn lo valoró porque cayó en la cuenta de que yo había entendido el trasfondo de la historia y que, más aún, la había vivido. “Gracias loquito”, fue su respuesta. Ese cuento era un tributo homónimo a “El karma de ciertas chicas”, incluido en su libro “Nadar de noche”. El cuento que da título y cierra el volumen narra un encuentro con su padre, al borde de una piscina de una casa prestada, cuatro años después de su muerte.

Entre sus protagonistas se destacan los artistas y científicos locos, excéntricos, purgados políticos y parias. Para Forn vida y obra son indisociables y como hombre del siglo XX este es el periodo al que dedica su escritura. Uno de sus escenarios preferidos es la Segunda Guerra.

En él desfilan, entre otros, polacos, judíos y comunistas –algunos de ellos encarnando esta triple condición al mismo tiempo– durante la ocupación alemana o la Unión Soviética de Stalin. Uno de sus tantos poetas suicidas, Ossip Mandelstam, escribió un “Epigrama contra Stalin” luego de que este haya mandado retratarse leyendo un libro. Había un detalle que había pasado inadvertido para la mayoría: el hombre de acero seguía con los dedos las líneas a medida que iba leyendo, lo cual provocó una mofa clandestina y sigilosa en quienes se atrevieron. “Tus bigotes de cucaracha, tus dedos como gordos gusanos”, reza parte del epíteto.

Boris Pasternak consternado le replicó diciéndole que “eso no es un poema. Es un acto suicida, una sentencia de muerte en dieciséis versos”. Cuentan que Mandelstam en su destierro siberiano aceptó su suerte como si nada y que incluso a menudo decía que no había que quejarse: “Vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”.

Forn es un eminente olfato literario, un avezado cazador de historias. Como buen argentino que es, en un momento no se la aguanta alardear de ello y hace referencia a un pasaje del libro de Bioy Casares sobre su amistad con Jorge Luis Borges, que según sostiene nadie como él pudo pescar o animarse a citar. Borges, durante un sueño, tuvo una revelación. “La más clara prueba de que Dios no existe es el acto de cagar. La persona que descubra un modo de sustituir el papel higiénico se hará rica. Entonces verán nuestra época como increíble y bárbara. Dirán: se pasaban papel por el culo y se ensuciaban la mano, qué gente sin Dios”.

La comunión en la literatura

Citando al escritor serbio Danilo Kis, Forn define sus crónicas bajo el principio de que lo lindo –o lo maravilloso– de la poesía es que parece que habla de quien lee. “El que lee siente que habla de él. Si uno consigue eso en la prosa ya recorrió el camino, ya cruzó la parte más difícil. Y yo lo que trato de hacer con esas historias, a mí me parece que la razón por la que funcionan, es por eso. Algo pasa ahí que el lector siente una especie de comunión”, dice en una entrevista. Y efectivamente lo logró.

Cuando anunció su falso retiro, dijo que lo hacía para no “automatizar el recurso”, para no abusar y caer en lugares comunes. Ya sea a través de la narración de sucesos tan similares a los que hemos vivido o reseñando autores que nos han tocado hasta la última fibra, Forn hace poesía en prosa abarcando varios géneros, desde el periodismo, la historia y la semblanza biográfica, construyendo siempre una complicidad con el lector, una comunión a través de ese re-conocer(se) a través de un libro o fragmento que nos caló hondo y al cabo de pocos días, cuando a duras penas se nos está pasando el efecto, vemos esa misma obra o verso o párrafo o historia en alguna de sus contratapas.

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Si tengo que hacer un podio de sus “contras”, me juego por las crónicas sobre los novelistas japoneses Kenzaburo Oé, Yasunari Kawabata y el músico norteamericano de origen mexicano Sixto Rodríguez, cuya inspiradora historia es contada en el documental “Searching for Sugar Man”. El director de la celebrada biopic, el sueco Malik Bendjelloul, meses después de ganar el Oscar al mejor documental en el 2013, terminó arrojándose a las vías de un tren abrumado por el éxito de su película y cayendo en la cuenta de que tal vez nunca podría superar su ópera prima.

Esta vez sus fanáticos sí estamos de luto y su anunciado retiro se ha vuelto una fría realidad. Pero además del inmenso pandemónium de la web que nos permite revivir sus crónicas, con seguridad se sucederán sendas ediciones y reediciones de sus contratapas compiladas en gordos tomos que desatarán una cacería por hacerse con un ejemplar o toda la colección de “Los Viernes”.

Es de esperar ahora que entre la pila de papeles amarillentos, en el fondo de algún viejo baúl cubierto de polvo, nos haya heredado un interminable testamento que pueda cubrir al menos en parte esa enorme vacancia que queda los días viernes. Estos, sin duda, nunca volverán a ser los mismos.




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