Es urgente reinstalar el concepto de que un proceso de transformación cultural es imprescindible para que se cumpla el propósito de un Estado viable, con políticas públicas duraderas en su propia sostenibilidad y cambios que persistan a los rigores del tiempo.

La estabilidad política y económica de una sociedad, como condición para el desarrollo de la democracia –sostienen algunos autores desde la década de los 90 del siglo pasado– tiene como piedra angular a la cultura, sin ignorar, naturalmente, la economía, la política y el derecho. Pero todo parte, indefectiblemente, del tema central de nuestro escrito. Porque es ahí donde se forjan nuestras “capacidades, habilidades, concepciones valorativas y formas de comportamiento de la persona”.

Saberes que nos llegan desde la educación, la religión y la tradición. Y esas concepciones valorativas son las que nos habilitan para diseñar lo que realmente queremos aspirar para nuestro país, o sea, todo aquello que nos permita alcanzar condiciones estimables de bienestar y prosperidad. O, al menos, la satisfacción de nuestras elementales necesidades básicas en un marco de pluralismo y respeto mutuo.

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Y es ahí donde se presenta otro gran desafío: la coherencia entre los valores que algunos pregonan con insistencia y sus propios actos cotidianos que los desmienten.

Contradicciones que, muchas veces, concluyen en el descrédito de los liderazgos ante los ojos de la sociedad. ¿Por qué nuestra insistencia para redefinir nuestra cultura desde los valores que permitan la formulación de un Estado promotor del bien común y reivindicador de los derechos de los sectores marginales ante la arrolladora supremacía del mercado por encima de la justicia social? Muy sencillo, porque, de acuerdo con lo que el politólogo alemán Josef Thesing afirmaba con mucha determinación: “De las fuentes culturales hay que obtener la fuerza para lograr un cambio en el comportamiento de las personas”. Hoy presenciamos que son los antivalores los que imponen el estilo de vida.

La esencia del ser, factor sustantivo para la consolidación de un “ethos democrático”, fue avasallada por el desmedido afán de tener. De tener mucho en el menor tiempo posible y sin considerar los mecanismos lícitos para su obtención.

Los principios y las sanas costumbres fueron adulterados –y justificados– por quienes no encuentran espejos morales en los cuales reflejarse. Y es ahí donde es necesaria una educación comprometida con los valores, pero no de manera trasversal dentro de la malla curricular, sino como asignaturas independientes y de conceptos reformulados y reforzados que fomenten nuevamente las buenas prácticas –individuales y colectivas– en nuestro pueblo.

La identificación, selección y asimilación de valores es un campo donde la educación juega un papel trascendental como modelo de información. Responsabilidad que comparte con la propia familia donde se debería enseñar con el ejemplo, con la sabiduría de los mayores que están obligados a inculcar el buen comportamiento a sus hijos.

Las redes sociales nos atosigan con personajes “exitosos”, varones y mujeres, pero no precisamente por sus virtudes, formación intelectual o carácter moral, sino todo lo contrario. Por ello insistimos en que es urgente que la cultura deje de ser ninguneada por quienes tienen la responsabilidad de promoverla, principalmente el Estado, para que los hacedores, gestores y creadores puedan fortalecer sus proyectos de rescate y difusión por canales horizontales que vayan rompiendo los formatos aristocráticos de selectividad y exclusión.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), se define la cultura como el “conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social”. Y añade: “Abarca las artes, el estilo de vida, los derechos humanos, las creencias, las tradiciones y los sistemas de valores”.

Es decir, identidad y patrimonio, que son indicadores irremplazables para un desarrollo sostenible y la creatividad de las sociedades. Ahora, la pregunta deviene impostergable: ¿Podemos identificar hoy cuáles son esos rasgos distintivos que nos caracterizan como sociedad? A partir de esa respuesta tenemos la obligación de replantearnos una cultura que apure la construcción de una democracia, donde las diferencias se dirimen por las instancias institucionales y la búsqueda del poder se convierte en un ejercicio para consolidar una sociedad donde los grandes intereses nacionales se antepongan a los mezquindades y egoísmos manipuladores de grupos, gremios, movimientos y partidos políticos.

Parece fácil, pero no lo es. Por tanto, la empresa debe movilizarnos a todos, donde deberán unirse los sentimientos compartidos y desechar los sectarismos dañinos e indeseables.

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