No es la primera vez que nos refe­riremos al tema. Y tampoco será la última. Porque, y también siempre lo decimos, la repeti­ción es un método calificado de aprendizaje. Haremos nuevamente alusión a dos hechos puntuales que, en realidad, uno es la conse­cuencia del otro: la urgencia por construir una cultura democrática que nos habilite a potenciar políticas con vocación de Estado. Y ambos precisan de un componente fun­damental, que es la ética de la convivencia. Solo de esta manera el pluralismo ideoló­gico podrá plasmarse en una situación con­creta, permitiendo canales de comunica­ción entre diferentes posiciones o puntos de vista, que disminuyen abruptamente cuando las tensiones dialécticas se radica­lizan. Y se extreman no sobre cuestiones básicas que hacen al desarrollo y progreso de las comunidades, sino desde la exclu­siva y excluyente perspectiva inescrupulosa de alcanzar el poder a cualquier precio. En nuestro país, desde hace décadas, la lucha entre los partidos y movimientos políticos no gira en torno a ideas, sino, y principal­mente, en la pretensión de destruir al rival desde sus posibles vicios o errores, y la des­calificación fundada en ataques personales con alta dosis de agravios, infamias e infun­dios, sin escatimar los más ruines procedi­mientos y los más despreciables canales de difusión.

Los medios de comunicación comprome­tidos políticamente despliegan toda su maquinaria para enlodar al adversario o enemigo del candidato al que apuestan para ganar elecciones, ya sean nacionales, regio­nales o municipales. Con la brújula de la ética desactivada recorren el ancho terri­torio del bajo mundo para desparramar miasma e inmundicia sin pudor alguno. Han perdido la vergüenza al mismo ritmo frenético que la credibilidad.

La chatura política llegó al colmo de que el único objetivo es infligir a sus rivales duros golpes, sin considerar el perjuicio colate­ral que castiga duramente al pueblo, el que debería ser el destinatario de una buena ges­tión. Golpes, aclaramos, que obstaculizan el normal desarrollo del Estado y sus funcio­nes orientadas a favorecer a los más débiles y desprotegidos. Y ambicionan proyectar una visión catastrófica de la labor de quie­nes se encuentran transitoriamente admi­nistrando el poder, para intentar lograr el triunfo sobre el eventual fracaso del ene­migo, y no precisamente por la fuerza de las propias virtudes. Es por ello imprescin­dible que apuremos la formación de una ciudadanía cada vez más consciente de su papel protagónico en la toma de decisio­nes que afectan al interés colectivo. Así se habrá cumplido uno de los pilares centra­les de la educación: aprender a convivir o, o sea, a vivir con los demás. El que, a su vez, aportará para la institución de una cul­tura democrática, donde los antagonismos se resuelven por la vía de juicios lógicos y reflexiones racionales. Solo entonces el inte­rés común tendrá preeminencia sobre los antagonismos maniqueos y egocéntricos.

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Un reconocido catedrático alemán, Man­fred Hättich, escribía a inicios de la década de los 90 del siglo pasado que “podemos denominar al disenso pluralista en la demo­cracia como el disenso comunicativo o de diálogo. Lo que denomino disenso de diá­logo no debe confundirse con armonía sentimental. El disenso al que me refiero implica la libertad de ser adversario. Su ética exige disciplina para que el adversario no se transforme en enemigo”. Atendiendo a este razonamiento simple, pero contun­dente, nos encontramos en las antípodas de este estadio, porque aquí el otro no es un adversario con quien dialogar, sino un ene­migo a destruir. No se conoce otro camino más que ese. Pocos son los que prefieren esquivar el bulto, no por falta de coraje o determinación, sino por considerar impro­ductivo caer en absurdas discusiones que ni siquiera alcanzan el nivel de un debate inte­ligente y fecundo. A eso debemos sumar que una gran mayoría de los actores políticos no pueden unir dos conceptos al hilo, por lo que sus discursos suelen ser guturales y monosilábicos para, finalmente, decir abso­lutamente nada.

Con base en esta descripción descarnada de nuestra realidad, los políticos opositores y medios de comunicación enemigos del pre­sidente Santiago Peña, en vez de cuestionar de manera tan despiadada e incongruente al mandatario, al cumplirse sus dos primeros años de mandato, lo primero que deberían hacer es un examen de conciencia, sincero y profundo, para preguntarse qué están haciendo ellos por el país y su gente. Por de pronto, afortunadamente, no pasan del nivel de la denostación burda y ramplona. Y así también los juzga el público. La credibi­lidad es un artículo que se ha perdido en las góndolas de la mala fe, la presunción malé­vola y el prejuicio. Todavía estamos lejos de un disenso construido desde la ética. Es por ello que seguimos machacando sobre el mismo tema, con el optimismo de que, alguna vez, quizás más temprano de lo ima­ginado, habremos de acordar que el plura­lismo ideológico no es sinónimo de guerra. Y, sobre todo, de guerra sucia.

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