Durante demasiado tiempo nues­tra cultura se subordinó a la polí­tica impuesta desde un régimen autoritario. La cultura, conse­cuentemente, se desarrollaba en dos com­partimentos intocables: la oficial y visible, y la subterránea y perseguida. Los represen­tantes de la primera versión eran los favore­cidos y promocionados por la dictadura y los medios de comunicación que eran funcio­nales al Gobierno, aunque con los años se presentan ahora como los grandes defenso­res de la libertad y la democracia. Pero esa es historia conocida y, obviamente, a nadie más engañan. Todos los demás artistas –poetas, narradores, ensayistas y músicos– conocie­ron el ostracismo al interior de su propio país o, directamente, fueron condenados al exilio. José Asunción Flores, el creador de la guara­nia, nunca más pudo retornar a su patria, y los esbirros de la dictadura hasta pretendie­ron escamotearle la paternidad del género musical que este año celebra su centenario. Augusto Roa Bastos y Elvio Romero desarro­llaron toda su labor intelectual en el exte­rior. Dos de las obras más emblemáticas del cancionero paraguayo, Che Jazmín y Che mbo’eharépe, de Teodoro S. Mongelós y Epi­fanio Méndez Fleitas, tuvieron difusión res­tringida y, en no pocas ocasiones, fueron lisa y llanamente prohibidas.

Sin embargo, a pesar de esos ramalazos muti­ladores, la cultura paraguaya resistió los embates autoritarios. Porque su génesis y esencia surgen del pueblo, que es el produc­tor y destinatario, al mismo tiempo, de toda la riqueza de nuestro acervo creativo. Además, en la década de los setenta, hubo un resurgir de la música paraguaya, especialmente de la autoría de Emiliano R. Fernández, mediante festivales organizados por el Frente Universi­tario Independiente, que aglutinaba a faculta­des lideradas por jóvenes críticos al régimen.

Antes de la irrupción luminosa de Augusto Roa Bastos, Paraguay era una tierra descono­cida en materia de letras en América Latina y el resto del mundo. Precisamente, la cono­cida sentencia de que somos “una isla rodeada de tierra” nace como respuesta a un libro del escritor peruano Luis Alberto Sánchez (exi­liado en nuestro país en 1948), “Historia de la literatura americana”, de 1937, con un capí­tulo titulado “La incógnita del Paraguay”. Y argumenta nuestro Premio Cervantes que “es inútil buscar en las antologías una página dedicada a sus poetas, narradores o drama­turgos. Los compiladores, historiadores y crí­ticos, con rara unanimidad, se han limitado a dibujar sus cautelosos signos de interrogación sobre esa página en blanco que corresponde a las letras paraguayas”. Este escrito de Roa fue publicado en la revista de la Universidad Nacional del Litoral de la República Argen­tina, en junio de 1960, en su número 44.

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Hace unos días apareció publicada una inquietud sobre la proyección y difusión de la cultura paraguaya a nivel internacional, principalmente en el continente, de parte de uno de los embajadores recién designa­dos por el presidente Santiago Peña, pre­vio acuerdo constitucional de la Cámara de Senadores. Aunque hoy la tecnología rompe todos los diques que separan los estanques y aporta a la democratización de los saberes y el conocimiento con una carga informativa constante e invasiva, después de Roa –repe­timos– no volvimos a ocupar un espacio de preponderancia en el campo de las letras. La literatura es uno de los arietes más formida­bles que tiene la cultura para demoler fron­teras e integrarnos plenamente a la región mediante la presencia de nuevos valores, que volvieron a caer en el anonimato a raíz de una política cultural que precisa ser más agresiva para cumplir con su trascendental cometido a nivel local e internacional. Los reconocimien­tos a determinadas áreas de nuestra cultura siempre serán insuficientes sin un plantea­miento compacto, conciliador y estructu­rado de cara a la preservación y proyección de nuestra identidad, nuestra memoria y nues­tras utopías.

Coincidimos con el citado diplomático de que todas las embajadas deben tener un agregado cultural, como mínimo, salvo que el respon­sable de la legación diplomática esté en con­diciones académicas e intelectuales de llevar adelante dicha misión.

La iniciativa del jefe de Estado de poner en práctica una diploma­cia presidencial es plausible, pero tiene algu­nas debilidades al enfocarse exclusivamente en el ámbito industrial y empresarial. Porque las inversiones van y vienen, mientras que lo único permanente es la cultura.

Así también lo entendieron en Europa cuando conforma­ron una comisión liderada por Jacques Delors para detectar por qué se tornaba complicado el armónico funcionamiento de la entonces Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea.

La respuesta final fue tan simple como contundente, porque los europeos no priorizaron los dos componentes fundamen­tales de toda integración: la educación y la cul­tura. No caigamos nosotros en el mismo error.

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