El gran déficit que hoy presentamos como sociedad es el de la memoria, de ignorar el camino andado por nuestros mayores. En ese trayecto habrá que separar con puntillosa habilidad las virtudes que deben ser exaltadas y los vicios que tienen que ser combatidos y desterrados.

Las experiencias negativas que se suceden continuamente son el producto de un sistemático rechazo a la historia, como si fuera un lastre que nos impide vivir el presente. Entonces, la reproducción constante de la ausencia de escrúpulos y la corrupción, como un círculo incapaz de romper sus vínculos con las lacras del pasado, termina siendo normalizada y hasta le resulta indiferente a determinadas franjas generacionales, porque esa descomposición moral es un asunto exclusivo de la clase política, y de la que se considera que no forma parte ni directa ni tangencialmente. Grave error.

En realidad, es un crédito sin límites el que se concede a quienes administran temporalmente el poder, pues, quienes tienen la responsabilidad de analizar y juzgar los actos públicos, prefieren mantenerse al margen.

Ante esta realidad, la rueda del infortunio continúa girando en la misma perversa dirección, arrastrando sus mismos males, castigando a las clases menos agraciadas por la economía y que sobreviven en la pobreza hasta tocar sus puntos extremos.

A esto debemos añadir que todas las decisiones que se adoptan en las esferas del Estado, en cualquiera de sus funciones, terminan siempre afectando a quienes optan por no participar de estas actividades al considerarlas sucias y repugnantes. Pero sus olas, a veces depredadoras, también tocan sus playas, erosionando su vivir cotidiano y condicionando su porvenir.

Es una cruel paradoja, por ejemplo, que un amplio espectro de la juventud esté permanentemente conectado con el mundo, favorecido por el avance irrefrenable de la tecnología, pero, al mismo tiempo, se encuentra aislado de su propio entorno. Entonces, sin percatarse siquiera, se convierte en una víctima del sistema, desinteresado en romper las rígidas estructuras que amoldan su presente y determinan su futuro. La palabra involucrarse no aparece en su lexicografía. Ni siquiera en el momento de un voto consciente y responsable.

Las nuevas figuras, aquellas que no están contaminadas con el manejo turbio de la política, tienen que empezar a romper los diques que encierran esos vicios y que dañan, desde adentro, la administración ética de la cosa pública. No se vislumbra otro camino más que ese. Observar los acontecimientos desde el pedestal de la indiferencia solo contribuirá a perpetuar las injusticias, la inequidad social, la exclusión y el latrocinio, esto es, el saqueo a los bienes y recursos del Estado para provecho personal o de círculos.

En estas condiciones, la condena a la corrupción se agota en la mera declaración de intenciones, cuando que la situación exige una acción de fondo, de raíz, un compromiso con el país, con el pueblo y con la honestidad mediante una participación política patriótica, coherente y desprendida de las inmoralidades que tanto daño ya han ocasionado a la nación.

Por todo lo expuesto, es imperativo retornar a una escuela cultivadora de valores, donde la educación cívica no se agote en los textos aprendidos de memoria, sino que se proyecte en prácticas reales dentro y fuera de las aulas, para que los alumnos y futuros egresados tengan una visión clara de lo que están obligados a realizar como ciudadanos: un firme contrato con la sociedad para defender los valores de la democracia, previo conocimiento de lo que ello implica, y proceder en consecuencia.

Solo entonces, la repetición imparable de los vicios habrá de trastrocarse en la visibilización consecuente de los méritos y virtudes como armas que rindan sus frutos en la perseverante construcción de un nuevo modelo de gestión pública. ¿Terminará definitivamente la corrupción? Está claro que no, porque sus efectos ya permearon todas las capas sociales, tanto públicas como privadas.

Pero, encarándola con coraje y decisión logrará que se repliegue hacia sus mínimos más ínfimos, obviamente, con algunos coletazos que seguirán siendo condenables, aunque sin el impacto catastrófico que solía tener sobre el uso correcto del dinero que es de todos.

El sistema educativo no solo debe promover nuevamente las buenas prácticas en la vida diaria. También debe buscar un punto de equilibrio entre la tecnología y las humanidades, para que las innovaciones sean de utilidad para el hombre y la mujer, y no un elemento más que rompa y corrompa su relación con los demás. Las autoridades tienen un panorama bien claro de lo que hay que hacer para que el Paraguay vuelva a reencontrarse con su destino de grandeza.

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