La desmemoria es el terreno abo­nado para el olvido, premeditado o no, de las cosas que son realmente importantes para la construcción de una sociedad asentada sobre la plurali­dad, la justicia social y el Estado de derecho pleno, es decir, para una integración progre­siva del cuerpo colectivo, donde la exclusión, la pobreza y el analfabetismo (absoluto o fun­cional) ya no tengan cabida alguna.

Para que esta imagen idealizada de la democracia sus­tantiva tenga sustento en la realidad hay que contribuir desde todos los espacios ciudada­nos, incluso con sus déficits en cuanto consti­tución sistemática, para el fortalecimiento de una cultura que nos habilite a recuperar los vínculos valóricos que nos permitieron cohe­sionarnos como pueblo y elevarnos a la cate­goría de nación.

Lo contrario, una sociedad amnésica y ahistórica –característica cen­tral del neoliberalismo y la posmodernidad relativista– nos empujan a la disgregación, la desunión y la confrontación constante como síntomas de una inmadurez cívica, o bien, ese escenario que tantos perjuicios ya trajo a nuestro país: la política de la mezquindad, el egoísmo, la descalificación personal y la ana­tematización de las entidades partidarias a las que se enfrentan, porque no conocen otro camino que no sea de la destrucción del otro, sin considerar la validez de sus argumentos y proyectos o los beneficios que puedan apor­tar a las familias más humildes de nuestra República.

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Las obras y los actos que no tengan a la cul­tura como telón de fondo están destinados a perecer con el correr de los años, porque solo habrán servido para satisfacer las ansias de figuración de sus protagonistas, pensando que con estos gestos pasarán a la inmortali­dad. Nada más lejos de la verdad.

Lo trasce­dente es dejar huellas para la posteridad a partir de la reivindicación de nuestras ges­tas gloriosas, la revaloración de la memo­ria histórica y la conexión intergeneracional para que la relación entre pasado, presente y futuro no presente fisuras que alteren nues­tra forma de ser, nuestras tradiciones, los principios que nos consolidan como socie­dad y, también, esa posibilidad de dialogar sin agresiones verbales y epítetos indecorosos. Consecuentemente, cualquier iniciativa que apunte a preservar nuestra cultura en uno de sus componentes más vitales, la historia, nunca debería ser despreciada ni humillar a sus proponentes por simples antipatías o ren­cores incurables.

Todos los países del mundo, incluyendo a Estados Unidos –uno de los más admira­dos por gran parte de nuestra fauna política criolla y periodística– cuentan con monu­mentos que rememoran las grandes gestas de sus héroes o ejércitos. Así como la de sus próceres civiles que hicieron posible el cre­cimiento social, cultural y económico de su nación a partir de investigaciones y descu­brimientos científicos, reflexiones filosófi­cas y creaciones artísticas y literarias que fueron de provecho para toda la humani­dad. Pero aquí ocurre siempre al revés desde la patológica arrogancia de los narcisis­tas mediáticos, la petulancia e ignorancia de una clase política deslustrada y un sec­tor de la opinión pública que se deja seducir por aquello de lo cual ya está convencido de antemano.

Confiamos en que las siguientes generacio­nes deberán asumir conciencia de la necesi­dad de preservar el pasado, conectarlo con el presente y proyectarse, sobre esas bases, al futuro. Es como un recordatorio perma­nente para imponernos a nosotros mismos, como individuos y colectividad, el respeto a lo que fuimos para que podamos ajustar nuestras ideas, conductas y actitudes a lo que realmente queremos ser. Pero la hipó­crita piqueta de los inmorales no cesa en ata­car a todo aquello con lo que ellos no están de acuerdo porque se presenta como gestión o logro de sus enemigos (esa es la palabra correcta, y no simplemente adversario). Pero seguro estamos de que no habrá de triun­far quienes para destruir a sus oponentes no tienen pudor para pretender destruir nues­tra historia, nuestra memoria y el homenaje permanente que, como patriotas, todos los paraguayos y paraguayas debemos rendir a nuestros héroes. La vieja antipatria militante –política y mediática– nunca se va del todo, pero tampoco jamás pudieron triunfar sobre el sentimiento profundo y respetuoso de nuestro pueblo.

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