Que nos hemos degradado inte­lectualmente como socie­dad y como individualidades es tan categórico que basta con releer a los clásicos para­guayos del siglo pasado para concluir tan penosa sentencia. Esa situación, donde priman la medianía y la ram­pante mediocridad, ha infestado todo el espectro ciudadano, pasando desde lo gremial a lo político, afectando, incluso, al mundo académico.

Y donde mayor se refleja esa realidad irrefutable es en los medios de comunicación, en su doble aspecto: como reproductor del raqui­tismo mental de quienes dicen repre­sentar al pueblo o a sus asociados y como generador de opiniones y críticas basa­das en los más irracionales, rebuscados, anodinos y ramplones argumentos.

Lo peor es que asumen poses doctorales, como si fueran los dueños de una verdad que surge de la reflexión serena, el escru­tinio lógico y los juicios fundados en la certeza. Nada de eso, sin embargo, ocu­rre en los discursos de los parlamenta­rios y/o dirigentes partidarios ni en los escritos y demás peroratas de algunos periodistas que se han erigido motu pro­prio en los directores y dictadores de la opinión pública.

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Así se van generando las condicio­nes propicias para que la confusión, el engaño premeditado y la manipu­lación grosera se instalen en nues­tra sociedad. Por tanto, los jóvenes, bastante desilusionados, no encuen­tran reflejo en los líderes de todos los ámbitos, incorporando a los del seg­mento estudiantil. Es como si la vida apurada, la saturación informativa, el apego a lo inmediato y superfluo y la práctica de adquirir lo más nuevo (y de mayor costo) nos hubieran tra­gado en su vorágine de banalidades y estulticias. De modo que la disputa dialéctica –si cabe el término– es entre ciegos y sordos, aunque hubiera sido más interesante que también fueran mudos por el bien del conoci­miento científico, la salud mental de los receptores y la sabiduría popular. Porque, ni en eso último, a pesar de que lo intentan, han acertado, trans­formando la creatividad y originali­dad del colectivo imaginario en bur­das y ridículas imitaciones, sin gracia ni buen gusto, ante el aplaudo de la turba que los apoya.

En el periodismo hubo profesionales transgresores, que rompieron los mol­des de la rutina y la programación acar­tonada, para adoptar un estilo novedoso y chispeante que, lamentablemente, no tuvieron continuadores. Porque, quie­nes creen poseer características igua­les, no pasan de simples replicadores de groserías irreproducibles y de una alta dosis de chabacanería que a nadie impresionan. La gesticulación histrió­nica y la vocinglería histérica no pueden suplir la calidad y el ingenio. Ese es el cuadro con el que deben lidiar cotidia­namente quienes aspiran a levantar la cabeza por encima de la multitud. Por­que, al que va subiendo, según nuestra tradición (lo afirmaría nuestro poeta universal Elvio Romero), se pretende siempre bajarlo del éxito a pedradas. Es por ello que muchos no se animan a pisar siquiera el primer peldaño.

¿Estamos ante un escenario imposible de revertir, condenatorio del futuro? Absolutamente, no. Sería renunciar al optimismo, cuando más no sea mode­rado, y a nuestras utopías más nobles. Los comprometidos con la inteligencia, el mérito y la virtud debemos recoger­nos las mangas de la camisa para asu­mir la condición de obreros de la cul­tura, aunque solo seamos unos cuantos, para animar a nuestra gente a disfru­tar nuevamente de lo útil, lo bueno y lo bello que tiene la vida en su transitar diario.

Tenemos que retornar a los días en que la ética no era materia negociable ni estaba sometida a las ofertas del mejor postor. La política –el escaparate pre­ferido para el enjuiciamiento público– tiene que reencauzarse por el camino de la moral, del buen decir y de la dialéc­tica racional. De los agravios y la violen­cia verbal solo se recogen frutas podri­das, para su devolución a quienes las profirieron. De otro modo, lo único que conseguiremos es que la mediocridad, y no el talento y la honestidad, continúe siendo mayoría en los órganos del poder público y en los espacios privados de decisión. Nuestro deseo más ferviente es que –repetimos– la mediocridad sea la excepción y no la regla. La indife­rencia ciudadana es su mayor soporte. Revertir esa triste y pobre realidad no depende de nadie más, sino de nosotros mismos.

Etiquetas: #La mediocridad

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