Quienes tienen la edad suficiente para recordar los tiempos de la dictadura saben que los mensajes presidenciales anuales se transcribían inextenso en los diarios de la época y sin siquiera una apostilla de crítica o cuestionamiento.

Y, por supuesto, se transmitían entonces en cadena en todas las radioemisoras y en el único canal de televisión del país.

Con un agregado triste: por temor, la gente se sentaba a escuchar o ver. Los comentarios periodísticos eran de puro elogio y zalamerías. Se editorializaba el contenido del discurso con vítores y aplausos.

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Con la llegada de la democracia o el largo periodo que se conoce como la transición, las cosas empezaron a variar un poco en los primeros años.

Ya se señalaban los vacíos –es decir, los aspectos ocultos– y algunas que otras falencias. Sin embargo, el nudo central continuaba siendo el discurso del presidente de la República, que describía la situación general del país durante su anterior año de gestión.

Después del periodo del general Andrés Rodríguez –gestor y ejecutor del golpe de Estado del 3 de febrero de 1989–, es decir, a partir del 15 de agosto de 1993 (gobierno de Juan Carlos Wasmosy), el cambio en el enfoque periodístico empezó a girar radicalmente, lo cual se fue acentuando con los años. Lo que diga el mandatario era lo menos trascendente.

No importaban los indicadores, las estadísticas ni los números, sino la percepción de los medios de comunicación, o su mala intención, para informar sesgadamente lo que a ellos les interesaba. Se buscaron opiniones de los políticos opositores –sobre todo a los congresistas– para desacreditar todo cuanto haya dicho el jefe de Estado de turno.

La cuestión se suaviza cuando el inquilino del Palacio de López es una persona afín a sus intereses –a los intereses de los propietarios de estos medios– y se pasan por alto las graves y estructurales deficiencias de dicha administración.

Como ocurrió recientemente, durante el ejercicio presidencial de Mario Abdo Benítez, cuando sus aliados mediáticos prefirieron desconocer los groseros y escandalosos hechos de corrupción que desfondaron las arcas públicas.

Muchos de ellos, incluso, aparecen hoy como precandidatos presidenciales, después de corroborarse –a través de nuestro diario– las licitaciones direccionadas y las sobrefacturaciones que superaron cualquier atisbo de escrúpulo y vergüenza.

Hacemos esta introducción para anticipar a la ciudadanía lo que publicarán estos medios –muy predecibles, por cierto– el 1 de julio con respecto al mensaje que deberá pronunciar el presidente de la República, Santiago Peña, ante el Congreso de la Nación, de acuerdo con lo establecido en nuestra Constitución Nacional. Una vez más, será de abierto descrédito a todo cuanto diga el jefe de Estado.

Serán entrevistados los opositores más recalcitrantes, aquellos que solo se guían por la ceguera de destruir al adversario, sin considerar siquiera aquellos aspectos positivos que merecen ser resaltados.

Es más, algunos ya empezaron a descalificar la figura del mandatario mediante una campaña infame que tratan de instalar en el imaginario colectivo: que carece de autoridad y autonomía.

Una imagen que ya trataron de proyectar durante las internas coloradas de diciembre de 2022 y, luego, en las elecciones generales del 30 de abril 2023. Pero fracasaron estrepitosamente –políticos y medios– y Peña terminó convirtiéndose en presidente de la República.

La intención premeditada de esta claque intelectualmente corrompida es sesgar la información. En término más claros: dejar de publicar aquellos datos reales que puedan posicionar a Santiago Peña en la consideración ciudadana con una calificación satisfactoria.

Deberían saber –por las experiencias pasadas– que esos ataques inmisericordes y esas premeditadas deformaciones de los acontecimientos ya no impactan ni trascienden, en modo alguno, en el público, al menos, en la medida en que a ellos les gustaría. Porque la impostura siempre fue el sello de su actuar de mala fe. Por eso, también, fracasan siempre de manera reiterada y sistemática.

En fin, son los mismos medios que ayer entronizaban con su silencio a la dictadura los que ahora se han convertido en los tuertos jueces que solo ven con el ojo de la inquisición cuando se trata de juzgar y condenar a sus enemigos.

En tanto que, con el que tienen cubierto, callan y apañan el proceder torcido de sus aliados y cómplices. Por eso la credibilidad, desde hace años, les es esquiva. Ya verán, amables lectoras y lectores, lo que publican el 1 de julio y al día siguiente. Repetimos: son tan predecibles

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