Numerosos estudios y análisis de expertos sobre bases verificables han expuesto una cruda realidad: la corrupción es un fenómeno que ha cruzado todos los umbrales y traspasado todos los estratos de nuestra sociedad.

Cierto es que el Estado, con sus tres poderes, tiene la responsabilidad jurídica para combatir y reprimir este flagelo que deteriora la calidad de la democracia y degrada la condición de vida de los sectores históricamente golpeados por la desigualdad y la marginación.

Pero no es menos cierto que este mal se volvió endémico y que, por tanto, sus tentáculos, como apuntamos, se expandieron a niveles insospechados.

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Consecuentemente, ningún sector puede permanecer ajeno en la lucha que contribuya a disminuir su incidencia negativa en nuestra situación cotidiana. Sin embargo, todos los dedos índices apuntan hacia cualquier lado, menos hacia uno mismo.

El silencio cómplice hace tanto daño como la ejecución misma del ilícito. Porque alimenta la impunidad, la continuidad de la corrupción, que abona el camino para la repetición incesante de este delito.

Ya nos hemos explayado en varias ocasiones sobre este punto, pero creemos importante repetir una vez más que la drástica disminución de esta calamidad –que se resiste a retroceder por las razones antecedentemente expuestas– es una tarea de todos, sin exclusiones. Porque la descomposición moral se instaló hasta en los mínimos detalles que, para muchos, parecen inofensivos (como el fraude en los exámenes), pero que van engordando cada vez más a este insaciable monstruo.

El largo brazo de la corrupción se incrustó no solamente dentro de la esfera pública, sino también en la privada, de las que no escapan instituciones que anteriormente tenían alto grado de credibilidad, como la Iglesia y los medios de comunicación.

Muchos pastores de la fe cristiana corrompieron la Palabra de Dios, ajustándola a su propia visión del mundo y no a la esencia de las enseñanzas del Mesías en el Nuevo Testamento, principalmente en el legado del amor como valor supremo. En lo concerniente a los órganos de difusión masiva, hace rato que la deshonestidad intelectual hizo carne entre quienes practican esta profesión con inocultable deslealtad para acercarse a la verdad.

Más bien, prefieren la retorcida vía de la manipulación de los hechos para crear un relato que nada tiene que ver con la realidad, sino con las conveniencias mezquinas de los propietarios de los medios y con periodistas que repiten el mismo tono.

Las críticas construidas desde la buena fe deben ser asumidas en su real contexto, sin rechazarlas, desechando aquellas que se formulan con evidente sesgo para evadir culpas y repartir responsabilidades hacia sus antagonistas políticos, empresariales o gremiales.

Y, fundamentalmente, es necesaria una profunda autocrítica, que exigirá sinceridad y auténtico deseo de transformar esta lacerante realidad, que es la radical contraparte de la hipocresía para condenar y el cinismo para simular una bastardeada inocencia.

Los mensajes de la Iglesia católica por el día de nuestra independencia nacional, el pasado 14 de mayo, no deben interpretarse en un sentido unilateral, aunque muchos centraron las críticas únicamente en el gobierno de turno. El sayo está a la medida de cualquiera que finge poses de una santidad farisaica.

El obispo de San Pedro, Pierre Jubinville, presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya (CEP), describió claramente ese relativismo posmodernista que sufrimos: “Corramos, trabajemos, consumamos, acumulemos, parecen ser nuestros lemas y alimentan el desorden que también favorece la división de la sociedad entre ganadores y perdedores, entre conocedores e ignorantes, entre los que tienen y no tienen: ese tipo de esperanza nos agobia”.

Y lanzó un duro desafío a los cristianos, quienes “tienen que representarse una ‘esperanza integral’ que incluya a todos los espacios y todos los tiempos. Hacemos memoria de Jesús crucificado, un hombre descartado violentamente por la religión y el Estado de su tiempo, en los términos de hoy, un ‘gran perdedor’ que su posteridad proclama vencedor de la muerte y de la desesperación”.

Y, finalmente, un mensaje de esperanza: “De la misma manera vemos el presente: podemos superar las jerarquías, las divisiones y los órdenes falsos, somos hermanos y hermanas. Somos diferentes y podemos amarnos de verdad, lo que significa, para citar a otro poeta, no mirarnos los unos a los otros, sino mirar juntos en la misma dirección. Esto requiere un acto de fe en nosotros mismos; en los demás, en Dios”. Pero esos párrafos no interesan a los medios que solo están preocupados por deteriorar las bases del actual gobierno. Por eso la verdad no los hace libres, sino que están esclavizados por la mentira.

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