Después de la prolongada hege­monía autoritaria (35), que concluyó entre la noche y la madrugada del 2 y 3 de febrero de 1989, cada gobierno ha procurado imprimir su propia impronta de gestión desde el Poder Ejecutivo. El primero de todos ellos, el general Andrés Rodríguez, tuvo la gran responsabilidad de devolver la institucionalidad a la nación, razón por la cual convocó con buen tino a una Conven­ción Nacional Constituyente entre finales de 1991 y mediados de 1992.

Se crearon, entonces, nuevas instituciones, como la Controlaría General de la República (CGR), con autonomía para investigar todas las actividades de los poderes del Estado; el Consejo de la Magistratura (CM), para la selección de fiscales y jueces, y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM), cuyo nombre es bien explícito. Y, mirando la posibi­lidad siempre cierta de que se podría engen­drar la continuidad indefinida en el poder, fueron los propios constituyentes quienes aplicaron la imposibilidad de la reelección presidencial, incluso del mandatario de esa época, quien concluiría el último periodo quinquenal del déspota Alfredo Stroessner en 1993. Sin embargo, hoy en día, con una demo­cracia ya consolidada y, además, atendiendo a la experiencia de la mayoría de los países del continente, doctrinariamente, esa figura legal debería ser incorporada a nuestra Ley Funda­mental, de manera seguida o alternada.

Sin lugar a dudas, en los 36 años de vigen­cia democrática, el gobierno de Mario Abdo Benítez (2018-2023) ha sido el más corrupto de todos. Hubo despilfarros en Salud, Edu­cación y Obras Públicas (sobre todo en esta última institución), así como un manejo des­prolijo en los entes binacionales que, casual­mente, a las corporaciones mediáticas aliadas del exmandatario nos les apetece investigar. Su mayor “mérito” es haber construido rutas con asfalto proveído por su propia empresa a las vialeras. Después, no hay nada más que rescatar, salvo la impunidad de la que todavía están disfrutando, tanto él como sus compa­ñeros de ruta. Mas, la justicia, tarde o tem­prano, habrá de llegar. El actual presidente, Santiago Peña, decidió continuar con algu­nos de los programas de su mentor político, Horacio Cartes, actual titular de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Repu­blicana. Para evitar malentendidos, estamos hablando de una indiscutible jefatura polí­tica, que nada tiene que ver con supuestas injerencias en los actos del Poder Ejecutivo. Sobre todo, en lo atingente a la inserción de nuestro país en el mundo. Esa es la impronta elegida para su gestión de cinco años y que concluirá el 15 de agosto de 2028. Aparte de ello, se enfocó también en dar proyección a programas sociales altamente sensibles, como Hambre Cero en las Escuelas y Che Róga Porã, sin olvidar las grandes inversiones en las áreas de la salud y la construcción. Sin embargo, la prensa enemiga de Peña está tra­tando desesperadamente de achacarle todos los déficits arrastrados del gobierno anterior, sin hacer un recorrido histórico por las áreas que todavía presentan grandes falencias estructurales.

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Los viajes de Peña al exterior, en sus casi dos años de gestión, son tratados en el renglón de los presuntos escándalos por las corporacio­nes mediáticas que, desde hace algún tiempo, intentan imponer infructuosamente a su propio candidato en el Palacio de López, con el afán de volver a servirse de las regalías de un gobierno títere y pusilánime, como lo fue, sin dudas, el de Abdo Benítez. De ahí el cons­tante resquemor hacia el actual mandatario, porque, a pesar de la infame, inmisericorde y coordinada campaña tratando de despres­tigiarlo, el presidente logró imponerse, arra­sando, en las dos paradas eleccionarias: las internas del Partido Colorado y las generales del 30 de abril de 2023. Para los cortoplacis­tas, son gastos superfluos porque no miran con el catalejo de los vigías, sino de los miopes carcomidos por la frustración y la amargura.

En los países donde no existe la reelección, un mandatario debe seleccionar las áreas a prio­rizar. Cinco años son insuficientes para alcan­zar todos sus objetivos. Peña, insistimos, optó por hacer visible al Paraguay en el concierto de las naciones democráticas. La encomiable idea es atraer inversionistas mostrando los grandes atractivos que posee nuestro país en materia de energía eléctrica, tierra fecunda, agua en abundancia y baja presión tributaria.

Naturalmente, estamos hablando de proyec­tos que se alineen a las políticas de preserva­ción de la naturaleza, la búsqueda del desa­rrollo sostenible y el respeto de las normas laborales, principalmente, un salario digno para los trabajadores y todos los beneficios sociales derivados de tales condiciones. Peña mira con visión ampliada y mejorada hacia el futuro. Sin importar las críticas infunda­das y destempladas. Porque lo que realmente importa es el bienestar y la prosperidad del pueblo paraguayo y que las venideras genera­ciones recojan los frutos de su exitosa siem­bra. Eso se llama ser un auténtico estadista.

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