La serie de hechos violentos perpe­trados entre familias y el entorno más inmediato de las víctimas llaman a profundas reflexiones y desafían con desesperación a las dife­rentes instituciones abocadas al bienestar social. La violencia que comúnmente veía­mos reducirse a problemas y pleitos entre parejas se ha ramificado, últimamente de manera muy penosa se van repitiendo enfrentamientos, en algunos casos con consecuencias fatales, entre padres e hijos, hermanos que se arrancan la vida con motivos que no tienen explicación para la razón y que jamás serán justificables para los crímenes.

Nos estamos arruinando como familia y como sociedad. Evidentemente las frus­traciones de las personas desatan crisis que deben incluirse urgentemente en los programas sociales del Estado, llámese Salud Pública, atención a la Niñez y la Ado­lescencia, Ministerio de la Mujer y por supuesto la tan clamada justicia a través de sus diferentes unidades para una batalla contra la impunidad de los sucesos.

Los problemas intrafamiliares que his­tóricamente se atribuyen básicamente a desfasaje financiero que afrontan las per­sonas o las parejas, las dificultades labo­rales y demás temas económicos que, obviamente, siguen siendo denominado­res comunes de la violencia desatada en el hogar, en el entorno, pero detrás se suma­ron otras serias complicaciones que tie­nen que ver con los valores que se fueron corrompiendo sin que la mayoría estemos preparados.

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Los paradigmas de comportamiento y relacionamiento fueron cambiando, la tecnología y las redes sociales son agen­tes importantes de esto. La extravagancia como modelo de vida se fue imponiendo y esa sed de protagonismo en una cuenta social personal es una necesidad de escape generalizada.

Este escenario lógicamente genera nuevos desafíos para el Estado en su conjunto. A los problemas ordinarios de precariedad en salud, educación, seguridad, economía deben sumarse necesariamente estrate­gias de contención para la aceleración que sufre la población.

La adicción a las drogas, a la tecnología y otros ocios que consumen a una gran parte de la sociedad y a los que se adjudican la causa del aumento de la violencia, el des­membramiento familiar hace rato tiene picando detrás una variable que resulta imposible seguir evadiendo: la salud mental.

No estamos bien como sociedad, eso está a la luz con las noticias de tragedias conti­nuas que muestran la frialdad con la que se acaba con una vida, entre miembros de un mismo hogar o entre parientes, compañe­ros de trabajo, etc.

Las instituciones públicas tienen que hallar el mecanismo de contención de este mal. No puede ser normal ver hechos en que un padre de familia arrebate la vida a sus hijos, parejas que no resisten la ruptura de la relación, hermanos que no tengan la capacidad mental ni el tempe­ramento para arreglar diferencias y termi­nan en desgracia, etc.

Según los profesionales, uno de cada siete adolescentes tiene problemas de salud mental. La depresión está a punto de ser una de las primeras enfermedades que afecta la vida de las personas, las adiccio­nes a las drogas y al alcohol, junto a la insu­ficiencia de autoestima degrada valores fundamentales del ser humano, especial­mente el de la vida.

Hay que priorizar soluciones para esta situación, no existirá plan de Gobierno que resulte exitoso, sino emprendemos acciones que trabajen por la salud mental de la gente, esto es clave. Tenemos que encontrar las raíces de la violencia, el desamor y el dete­rioro del bienestar emocional y psicológico para encarar planes de salud profundas.

Nos habremos olvidado de cuestiones ele­mentales de vida que nos condujeron a estas situaciones. Hoy es una necesidad imperante, urgente atender ese lado pro­blemático de la gente, empezar a contener, encauzar, concienciar a las familias sobre el valor de la vida, principalmente el de la vida real antes que la virtual que tanto prevalece con el ingreso de la tecnología y las redes.

El objetivo es recuperar a la familia, que desde el Estado surjan iniciativas que sean activas en la atención y contención de los problemas subjetivos causantes de la des­trucción de hogares y de la comunidad. Requerirá mucha inversión, coordinación y perseverancia, pero es fundamental si queremos frenar y de ser posible terminar con el flagelo de la violencia

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