Todo ciudadano goza del pleno derecho de manifestar sus inquietudes, exigencias y críticas a los poderes del Estado. La liber­tad de expresión se consagra con la exte­riorización de nuestros pensamientos sin censuras previas ni represiones posteriores. La democracia, ya lo dijimos en anteriores editoriales, no es otra cosa que la posibilidad cierta de exponer puntos de vista diferentes. Quienes se sientan agraviados en su honra siempre encontrarán los mecanismos consti­tucionales y legales para demandar reparaciones. Y será, finalmente, la Justicia la que dirimirá la perti­nencia o no de sus reclamos. Esos son los andarive­les en que se mueven los gobernantes y gobernados. Cuando los primeros responden a las expectati­vas populares, los segundos se sienten moralmente comprometidos a sostener y defender las políticas públicas encaradas desde el poder y que, repetimos, sirvieron, y sirven, para contribuir a concretar el bienestar colectivo y responder a las necesidades básicas insatisfechas de los grupos económicamente marginados. No es muy complicado de entender el mecanismo que determina el papel de las autorida­des y el protagonismo de las organizaciones ciudada­nas de reivindicación sectorial.

Algunos profesionales de las ciencias políticas sue­len coincidir en que las aspiraciones y demandas de la sociedad en su conjunto sobrepasan la capacidad del Estado para responder con rapidez y eficacia a dichos reclamos. Las urgencias y los requerimien­tos planteados ante el Gobierno acostumbran tro­pezar con la dificultad para la prontitud de las res­puestas efectivizadas en la acción. Las burocracias –salvo casos de catástrofes o emergencias imprede­cibles– conllevan planificación, tiempo y recursos. En medio de las consabidas limitaciones se esta­blece una escala de prioridades que casi con calcada repetición recaen en salud, educación, seguridad, lucha contra la pobreza y creación de condicio­nes para acceder a un empleo digno. Dentro de ese mapa, el actual gobierno ha clavado sus zonas estra­tégicas. Y en un año y meses avanzó sobre esos pun­tos que ha fijado como programas fundamentales para superar las históricas desigualdades socia­les que aplastaron por décadas a los grupos socia­les menos favorecidos. ¿Ofrecen ángulos para los cuestionamientos? Toda tarea humana nunca es perfecta, sino perfectible. En la capacidad de escu­char las críticas fundadas en la realidad estriban las oportunas correcciones de los proyectos en ejecu­ción y a ejecutarse. Se trata de una regla de infalible precisión.

Desde el inicio de la transición democrática todos los presidentes recibieron algunos ademanes o, incluso, gritos de desaprobación. A uno de ellos le mostraron el dedo del medio, lo que, en algunas ocasiones, terminó en la detención momentánea del exhibidor de aquel simbólico gesto. Otro no toleró que en pleno acto oficial fuera interrumpido por un grupo de campesinos y ordenó a los guardias de seguridad que los desalojara para continuar con su alocución. Ni siquiera Fernando Lugo, quien venía con la aureola de derrotar a los colorados después de sesenta años en el poder, se salvó del escrache, una expresión de origen argentino que se popularizó a partir de mediados de los 90 del siglo pasado. Y, en nuestro país, pasó a convertirse en un negocio por su carácter selectivo y direccionado, y hasta extor­sivo en algunos casos, según se sospecha. Lo llama­tivo es que estas escuálidas manifestaciones que no pasan de cuatro o cinco personas merecieron gran­des titulares en ciertos medios de comunicación.

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Hace unos días, el presidente de la República fue el objetivo de un ciudadano militante de la oposición quien le realizó fuertes reclamos. Uno solo, ante una multitud de peregrinantes que acudían a mani­festar su devoción a la Virgen de Caacupé. En puri­dad, no fue un escrache, de acuerdo con la defini­ción del Diccionario de la Real Academia Española: “Manifestación popular de protesta contra una per­sona, generalmente del ámbito de la política o de la Administración, que se realiza frente a su domici­lio o en algún lugar público al que deba concurrir”. Pero está visto que para algunos órganos periodís­ticos uno es suficiente para armar un “escrache”. No contentos con violentar las normas básicas de la ética periodística, ahora se dedican a tomar por asalto al mismísimo idioma. Cierto es que la voz de una persona es válida como cualquier otra, pero no alcanza para definir lo que estos medios quisieron instalar desde sus catastróficos titulares.

En cuanto a las homilías de los sacerdotes que empezaron a describir, como todos los años durante las festividades religiosas de Caacupé, un paisaje apocalíptico de nuestro país, enfocándose casi exclusivamente en los administradores de turno del poder, obviamente, están en su papel de ser “sal y luz del mundo”. Sin embargo, los portadores de La Palabra aparentan que quieren convertirse en La Palabra misma. Ya no son los mensajeros, sino que aspiran a elevarse a la categoría del mismo men­saje. Lo que deberían analizar los pastores de todas las iglesias es por qué está fracasando el plan evan­gelizador, de conversión de aquellos que andan por caminos torcidos, porque las malas prácticas denunciadas están inficionando a toda la sociedad. Las críticas centradas en la razón son saludables. Pero la autocrítica es mejor. Y ese imperativo vale para todos los sectores: políticos, periodísticos y religiosos.

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