La victoria del republicano Donald Trump en las elecciones del pasado martes 5 de noviembre en los Esta­dos Unidos de América es la ratifi­cación de que, en la mayoría de los casos, las disputas electorales se resuelven en el campo estricto de la política. Sin ignorar, natural­mente, el componente económico dinamiza­dor –sería de necio hacerlo–, son los líderes los que, finalmente, influencian en el electo­rado y determinan la victoria. Pueden tener algún peso los personajes externos, de otros ámbitos, especialmente el deporte, la música, la cultura y el cine. Sin embargo, no alcanzan para inclinar la balanza hacia el sector de sus preferencias. Este hecho, no obstante, no les resta mérito en su protagonismo en el campo específico en que les toca actuar. No van a per­der prestigio, fans ni popularidad. No men­guarán sus ingresos por sus actuaciones y hasta podrían incrementarse sin necesidad de que se aparten de sus posiciones ideológicas.

El público, en general, y el electorado, en particular, saben distinguir perfectamente sus preferencias. Continuarán yéndose en masas a los estadios de fútbol americano, a los conciertos musicales, a las representacio­nes teatrales y a las proyecciones de películas de sus artistas escogidos y mimados, aunque hayan apostado por el candidato contrario al electo por la mayoría de la nación. Una de las estrellas más rutilantes del momento es la cantante pop Taylor Swift, quien pública­mente demostró su apoyo a Kamala Harris, del Partido Demócrata. Ella y otros artistas de renombre universal. Pero sus millones de seguidores, a la hora del sufragio, separaron las aguas y eligieron de acuerdo con sus pro­pios criterios. Citamos a Swift porque actual­mente es la que mueve a miles y miles de per­sonas en sus espectáculos.

Hacemos esta evaluación, simple, por cierto, pero que habla de una realidad que los polí­ticos locales deberían aprender. No son los influencers, y los autodenominados como tales, los que ganan las elecciones. ¿Cuál es el arma que esgrimen como supuestos agen­tes movilizadores de multitudes? Las redes sociales y la cantidad de seguidores que tie­nen. Taylor Swift, antes de los comicios del martes, tenía 280.000.000. Y, quizás, ahora mismo, haya aumentado esa cifra. Aquí se impone una salvedad: ese número engloba un espectro a nivel mundial. No local sola­mente. Nos ha tocado escuchar en los últimos años –y casi seguro no somos los únicos– que algún mediático personaje de la farándula y del escándalo declare, ufano, que él le hizo ganar a fulano o a mengano mediante su apoyo y sus “estrategias de campaña”, porque se encargó de “destrozar” al adversario de su cliente, al tiempo de ensalzar las virtudes –reales e inventadas– de este. Y, lo peor: hay gente que compra el buzón y hasta las cartas que vienen adentro.

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Tenemos, además, nuestros propios ejem­plos. Conocidos periodistas de medios loca­les y otros del mismo rubro, que también compiten con los influencers, se jugaron desembozadamente por la candidatura de Arnoldo Wiens, prohijado del entonces pre­sidente de la República, Mario Abdo Bení­tez, en las elecciones internas del Partido Colorado. Y perdieron. Luego pusieron sus fichas por Efraín Alegre, de la Concertación Nacional. Y, nuevamente, fueron derrota­dos. Hay más: muchos candidatos que aspi­raban llegar a una de las cámaras del Con­greso de la Nación apelaron directamente al espectáculo y a la mediatización de la política. Lo siguieron haciendo, incluso, después de acceder a una banca. Pero son incapaces de convocar a las masas, en el número que ellos y ellas ambicionan, para expresar protestas a través de movilizacio­nes callejeras.

Quienes tengan intenciones de ganar lugar duradero en el poder –en cualquiera de sus espacios– tienen varias lecciones que toda­vía no se tomaron el tiempo de estudiar siquiera. Luego, tendrían que aprenderlas. Más que nada de las experiencias ajenas. El liderazgo que consiga cristalizar el voto de su electorado, aunque podamos disentir con sus argumentos, mediante propuestas que una mayoría de la sociedad está aguardando –sobre todo que su elegido sea capaz de con­cretarlas–, es el que más próximo estará de triunfar, aunque suene a perogrullada, pero no lo es. La simpatía no siempre es sinónimo de fidelidad fuerte. Por eso insistimos en que tendrá mayores posibilidades aquel que demuestre la suficiente destreza para com­binar un discurso emotivo-ideológico, uno que conmueva y, al mismo tiempo, convenza. Que convenza para el sufragio efectivo. Que sea creíble. Todo lo demás solo servirá para la distracción, el conventilleo o para mon­tar grotescos espectáculos que alimenten el morbo de la muchedumbre.

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