En una democracia gobierna el imperio de la ley mediante las garantías concedidas por la Constitución Nacional. Nadie, consecuentemente, puede estar por encima de ella ni arrogarse privilegios o excepciones para evadir el alcance legal de su fuerza de mandamiento o prohibición, según sea el derecho público o privado el ámbito de su competencia y aplicación. En las últimas décadas, sin embargo, determinadas organizaciones no gubernamentales (ONG), fundaciones de diversas naturalezas, ciertas corporaciones de medios de comunicación y sus periodistas de inflamadas ínfulas se han creído con poderes que van más allá que el resto de los humildes mortales. Se consideran a sí mismos como intocables, y cualquier pretensión de hurgar en su dominio es calificada como atentado contra los derechos humanos o violaciones a la privacidad.
Y ahora se han sumado algunos grupos de infatuados abogados que asumen el papel de adjudicadores de cocientes intelectuales (esto es, ellos son genios y todos los que les contradigan caen bajo la línea de la mediocridad), como si fueran jurisconsultos de renombre internacional, que han aportado al desarrollo de esta ciencia las novedades más preponderantes para que la sociedad funcione en un marco de mayor armonía y una perfecta justicia.
No basta con juntar y pegar tres o cuatro frases sueltas de rebuscados conceptos o de epítetos ofensivos, con ambiciones de fulminante descalificación para obtener la categoría de intelectuales. O sea, los que son capaces de problematizar la realidad o, al decir de Umberto Eco, de aplicar el espíritu crítico para analizar lo que hacemos o nuevas formas de hacerlo.
“La creatividad crítica, (concluye), es la única vara para medir la actividad intelectual”. Pero esta cofradía de intereses creados y de defensa mutua y sectaria suprime la razón por la petulancia, la reflexión iluminadora por la prepotencia y los argumentos por el panfleto. Y, obviamente, la campaña es amplificada por las cadenas mediáticas recurriendo a la infamia, la agresión, las patrañas y las distorsiones intencionales de los hechos para ubicarlos dentro de un contexto falaz y perverso.
Hace treinta y cinco años que nos estamos ejercitando para vivir en democracia. Están los que presumen de haber luchado para alcanzar la libertad y el Estado de derecho, pero, en cambio, asumen actitudes autoritarias apenas se inicia algún proceso para trasparentar sus gestiones. Por lo visto, solo querían reemplazar a aquellos que ayer combatían. Si las oenegés actúan como contrapeso, contralor y contribuyen a fortalecer la democracia ocupando espacios que el poder público no cubre, deberíamos ver, con indicadores fiables, el producto de su trabajo. No estamos cargando en sus alforjas responsabilidades que son propias del Estado, o de sus administradores temporales que son los gobiernos, pero son estas entidades de carácter privado las que declaran sus específicas funciones, entre las cuales figura la de sembrar las semillas que aporten a cosechar una democracia de calidad mejorando, al mismo tiempo, la vida de las personas. Es una tarea que no hacen gratis. Algunas reciben dinero del Estado y del exterior al mismo tiempo. Y sus referentes no pocas veces están ligados a candidaturas políticas, directa o indirectamente, aunque pretendan disfrazar estas actividades bajo engañosas denominaciones. Empero, las evidencias son abrumadoras. Solo hay que hacer un seguimiento de los mismos medios de comunicación que en el pasado han desnudado su doble fondo. Medios que hoy se levantan como sus más entusiastas voceros e intransigentes aliados.
La pregunta deviene impostergable: ¿qué aportaron estas instituciones no gubernamentales, de innegables inclinaciones político-partidarias, para construir ciudadanía? ¿Es posible, hoy, medir el grado de avance en este cometido que ya lleva más de tres décadas de vigencia? ¿Han mejorado los indicadores de la democracia a partir de una sociedad cada vez más criteriosa y consciente de sus responsabilidades cívicas? La Comisión Conjunta de Investigación de Carácter Transitorio de Hechos Punibles de Lavado de Activos contra el Patrimonio del Estado, Contrabando y otros Delitos Conexos, o cualquier otro mecanismo institucional que ayude a esclarecer los fondos adquiridos y utilizados por estas entidades, no debería incomodar ni molestar a nadie.
Aun menos a aquellos que se declaran promotores de la transparencia, de las limitaciones del poder contra los abusos, para erigirse en la voz honesta y decente de los ciudadanos. Un gran sector de esa ciudadanía está expectante por conocer sus manejos internos, con plata del Estado o con financiamiento de organismos internacionales. O de ambos sectores a la vez. Se sospecha de lucro y de utilizar esos recursos con finalidades de proselitismo encubierto, tratando de influenciar y determinar el curso de procesos que son propios de la soberanía paraguaya. Así pues, como nunca antes, cabe aquí recordar la vieja máxima: hay que enseñar con el ejemplo.