Desde el primer momento sostuvimos que somos un país libre, soberano e independiente y, por ende, con auto­determinación para resolver nues­tros asuntos internos, a diferencia de aquellos que defendían –y celebraban– la grosera injerencia de Estados Unidos en Paraguay con el argumento de que “la Justicia paraguaya no funciona”. Lo hicie­ron políticos de la oposición, altos funcionarios del anterior gobierno administrado por Mario Abdo Benítez, periodistas militantes y seudointelectua­les funcionales a la agenda de la alternancia, que pretendieron –y aún pretenden– imponer dicta­dos foráneos desde el país del Norte.

Los aliados de Estados Unidos no son aquellas naciones que despliegan un mensaje de dignidad, sino las que se someten a sus intereses. Así fue ayer y así conti­núa siendo hoy. Basta con mirar el mapa mundial donde clavan sus banderas hegemónicas, políticas, económicas y comerciales. En el pasado instala­ron las más crueles dictaduras en la región y, por cuestiones exclusivamente ideológicas, contribu­yeron directamente a derrocar a presidentes elec­tos legítimamente, sin considerar el bienestar ni el sentimiento del pueblo donde metieron sus garras. Sin embargo, durante la administración de Jimmy Carter (1977-1981) comenzó un proceso exterior de defensa de los derechos humanos en Amé­rica Latina, lo que generó el disgusto de algunos medios locales de comunicación (hablaban enton­ces de injerencia en sus editoriales) que hoy se ras­can con gusto por el procedimiento que décadas atrás condenaban airadamente. No obstante, las dictaduras sostenidas por las Fuerzas Armadas desaparecieron por su propio desgaste, porque la población se constituyó en ciudadanía y las movi­lizaciones callejeras fueron cada vez más siste­máticas y permanentes. La de nuestro país fue la última en marcharse con el golpe de Estado del 2 y 3 de febrero de 1989.

La Asociación Nacional Republicana, institucio­nalmente hablando, volvió al poder, después de la revolución de 1904, el 4 de junio de 1948, con la pre­sidencia provisoria del doctor Juan Manuel Frutos, padre. El régimen autocrático del general Alfredo Stroessner se apoderó del Gobierno y el partido el 4 de mayo de 1954 –con beneplácito de los Esta­dos Unidos– hasta, repetimos, su desplazamiento por la vía de la fuerza. Durante toda la transición democrática, el coloradismo siguió en el poder, salvo el quinquenio comprendido entre 2008-2013, en que, primero, Fernando Lugo (destituido por medio de juicio político mediante) y, después, Fede­rico Franco, se sentaron en el Palacio de López. De la mano de Horacio Cartes los republicanos reto­maron el poder en 2013. Y aunque su candidato Santiago Peña perdió en las internas de diciembre de 2017 ante Mario Abdo Benítez (quien se con­vertiría en presidente de la República en 2018), su influencia dentro del coloradismo, lejos de dismi­nuir, fue acrecentándose con el tiempo hasta llegar a la titularidad de la Junta de Gobierno del Partido Colorado. Como la ciencia, basada en las estadís­ticas, le concedía una victoria segura, vino la pri­mera designación del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América. La determinación, en el fondo, tenía un doble propósito: impedir tam­bién que Santiago Peña, candidato por segunda vez, pudiera pasar las internas de diciembre de 2022. Decimos la primera porque, para equilibrar el mar­cador, alcanzó además al otro precandidato a la Presidencia Hugo Velázquez, a la sazón, vicepresi­dente de la República.

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Marito no tenía ningún problema en entregar el poder a la oposición. Lo insinuó en varios dis­cursos. Y un día antes de las elecciones generales declaró a un medio francés que el Partido Colo­rado “vivía un momento trágico”. Es por ello que antes de los comicios generales llega la sanción de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), dependiente del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. El impacto pretendía ser igualmente doble: anímico y económico. Evi­tar que Peña llegara a la Presidencia de la Repú­blica, asfixiando al Partido Colorado de manera que no pudiera obtener recursos para financiar la campaña. Pero incluso así triunfaron los colora­dos. Desde la Junta de Gobierno el líder del movi­miento ganador fue construyendo mayorías en el Congreso de la Nación, una acción naturalmente política, absorbiendo a varios diputados y sena­dores que llegaron a sus respectivas cámaras en representación de Fuerza Republicana (liderada por Abdo Benítez). También se sumaron algunos opositores para acompañar determinados proyec­tos puntuales del Poder Ejecutivo. Entonces llega la segunda sanción de parte de la OFAC en una obra que podríamos titular: operación alternancia, segunda parte.

El aspecto que más ha agredido a nuestra sobe­ranía fue la actuación desacertada del embajador Marc Ostfield, quien incorporó espectacularidad a las medidas adoptadas por su país mediante desati­nadas cuan pomposas conferencias de prensa, digi­tando a los periodistas invitados, a las que añadía observaciones de su propia cosecha. Su intención política era muy clara, así como su aversión al par­tido en el poder. Su irrespetuosidad hacia nuestra condición de nación libre e independiente se acen­tuó cuando en el recinto de nuestra propia Canci­llería continuó realizando declaraciones como si estuviera en el local de su embajada. Es, por tanto, plausible y acertada la decisión del gobierno de Santiago Peña de solicitar que la administración de Joe Biden acelere su salida de nuestro país. Cambio que ya se había anunciado semanas atrás. De ahí en adelante, es de esperar que el nuevo embajador no llegue al país con la intención de convertirse en protagonista de la misma agenda.

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