La política nació como una necesidad de la naturaleza para que los hombres pudieran organizarse en sociedad y estructurar jerarquías e instituciones que les permitan alcanzar sus propósitos de bienestar y felicidad. Desde el primer tratado de Aristóteles, que abre el camino para su formulación como ciencia, se establecieron cientos de teorías plasmadas en libros, algunos de ellos verdaderos clásicos de la literatura de esta disciplina, en que se busca demostrar su autonomía, su autosuficiencia, sus imperativos éticos, su cientificidad y su fin último. Sin embargo, es la realidad práctica la que se impuso a su deber ser filosófico, perdiéndose en la nebulosa o en el desconocimiento todas las reflexiones que intentan alcanzar su perfeccionamiento y, sobre todo, la concreción de sus fines más nobles y elevados en la búsqueda incesante de una convivencia centrada en la solidaridad, la fraternidad y el bien común. Y terminó siendo contaminada por la trilogía perversa del poder, la plata y el placer. Lejos de la virtud humanista, que promueve una vida más justa y digna para todos, se ha llegado al extremo de generar una inhumana pobreza en el mundo y, especialmente, en lo que respecta a nosotros, en América Latina, siendo los niños las víctimas preferidas de este flagelo brutal e inmisericorde. Es por ello que, ya en 1979, los obispos reunidos en Puebla, México, condenaban que “el lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas”.
Esos mismos vicios han inficionado nuestra política. Y la gravedad aumenta de nivel cuando son los propios gobernantes los gestores y autores de la corrupción que escamotea los recursos que debieran dirigirse a programas e inversiones sociales destinados para los sectores más carenciados. Hemos padecido esta obscena decadencia moral en el gobierno que cumplió su ciclo el pasado 15 de agosto, dejando como herencia el nefasto saldo de sus latrocinios, obras mal construidas y sobrefacturadas, hospitales y escuelas en condiciones calamitosas y deudas que el nuevo gobierno tuvo que asumir retrasando sus propios proyectos. No fue la virtud sino los vicios los que movieron los intereses de quienes utilizaron el poder discrecionalmente durante ese periodo de cinco años. Estos crímenes no pueden quedar impunes. Suponemos que la administración actual estará recogiendo toda la documentación pertinente para remitirla, luego, al Ministerio Público y, de esta manera, castigar a los responsables de tan despreciable procedimiento. La indolencia, por un lado, la improvisación, por el otro, y la codicia, como telón de fondo, fueron mortales durante la pandemia del covid-19, provocando la muerte de 20.000 personas. Miles de esos fallecimientos se hubieran podido evitar con una gestión honesta, eficiente y sensible.
El gobierno del presidente Santiago Peña tiene la gran responsabilidad de devolver a la política su sentido humanista, de gestionar el Estado para beneficiar a las grandes mayorías populares y de cortar las manos de la corrupción sin considerar los orígenes partidarios o lazos personales de sus ejecutores. El pueblo necesita recuperar la confianza en sus autoridades. Y las autoridades precisan proyectar otra vez credibilidad a la ciudadanía. Esa identificación entre las partes es de urgencia absoluta, pues es la bisagra esencial para levantar al país de su postración de pobreza y postergaciones. Como en los tiempos de guerra, aunque con otras características y objetivos, el trabajo mancomunado se torna imprescindible para que cada proyecto sea encarado como empresa nacional, en la cual ningún compatriota pueda retacear su apoyo y contribución, a riesgo de quedar en evidencia de que no es el bienestar del pueblo su preocupación y prioridad, sino obstaculizar y frustrar la tarea de su adversario político, eligiendo el mezquino trayecto de la destrucción deliberada del otro para alcanzar el poder.
Cuanto antecede tiene sus fundamentos enraizados en un fenómeno que preocupa a nivel mundial: el desencanto por una democracia que no puede solucionar los problemas más acuciantes de la gente, tales como trabajo, educación, salud, seguridad, pobreza y juventud. Nuestra ventaja es que el Paraguay cuenta con suficientes recursos –materiales y humanos– para superar este crónico estancamiento, que tuvo su contraparte de ciertos avances, aunque breves, porque, lastimosamente, algunos gobiernos no toleraron ni lo que se hicieron bien en periodos anteriores, a causa de inquinas y malquerencias personales o sectarias. Con Peña, sin embargo, no se percibe esa actitud de animosidad, ni aun en contra de sus más encarnizados detractores. Da la impresión de que ha perdonado a todos a razón de una causa superior. Tampoco ha demostrado debilidad para enderezar lo torcido y corregir los errores. Aunque algunos medios –eufóricos– calificaron de “reculadas” que el mandatario retocara algunas de sus propuestas, lo que, por el contrario, demuestra su amplitud de criterios y abierta capacidad de escuchar todas las voces. Lo trascendente, ahora, es trabajar con y para el pueblo, con las virtudes de la honestidad, la trasparencia y la confianza mutua. La política, reiteramos, debe retomar su camino original: organizarse sobre la base del bienestar y la felicidad de los ciudadanos y ciudadanas, sin exclusión alguna.