No debe haber nada más tóxico que el periodismo que supura sus heri­das por las llagas de los fracasos electorales. Y, para peor, que sus operadores no asuman sus líneas partidarias (porque hasta se involucraron abiertamente en las internas de la Asociación Nacional Republicana), con la actitud de los pusiláni­mes que tiran la piedra y esconden la mano, pretendiendo presentarse ante la sociedad con la hipócrita vestimenta del tratamiento imparcial de los hechos y la ecuanimidad en la publicación de las noticias. Todo lo que tocan contaminan con la manipulación aviesa y torpe de los acontecimientos. Ahí donde ponen la mano dejan el rastro de la deliberada distorsión de los sucesos. La ética de la res­ponsabilidad para con el público la han tirado al tacho de los deshechos. Sus intereses son exclusivamente comerciales. Y sus fracasos políticos, la razón de sus enconos. No existe lealtad con la verdad. Ni compromiso con la nación. Recortan el horizonte de la patria a la miopía de los fanáticos impenitentes y la rabia indisimulada de los derrotados que no logran o no quieren vislumbrar los eventos más allá de la estrechez de sus sesgadas visiones.

Como si fuéramos una sociedad de cretinos que no sabe diferenciar la realidad de la fala­cia infame. Esta actitud miserable excreta todo su resentimiento, frustración y agresi­vidad y vomita su impotencia contra todos quienes considera sus enemigos, expresión de rabia patológica, sin percatarse de que en su obnubilada ira dispara contra su propia cre­dibilidad. La sociedad que aprendió a discer­nir entre lo que es y lo que se pretende que sea les ha retirado a estos medios toda confianza. Esa es la razón principal de que la hegemonía de ayer se haya reducido hoy drásticamente en tiradas y en audiencia. Dejaron de ser los “dueños de la verdad” cuando la ciudada­nía descubrió que en primer lugar están sus negocios o negociados y, en el último, la salud económica, social y cultural de la población.

Estamos hablando de los mismos medios de comunicación y sus periodistas que durante los cinco años del desgobierno de Mario Abdo Benítez no abrían la boca ni emitían sonido crítico alguno, aunque sea refunfuñando, por generosos contratos del Estado con los pro­pietarios y los millones de guaraníes desem­bolsados desde el fisco y las hidroeléctricas binacionales que financiaban hasta perió­dicos digitales de los “amigos” del mismo corral, para no utilizar la otra conocida frase. Se cumplía así la popular expresión: “Nadie muerde la mano del que le da de comer”. Por ello se explican los ánimos alterados de algu­nos y algunas (periodistas) cuando les fueron retirados, por la administración de Santiago Peña, sus espurios privilegios y canonjías que anteriormente servían para repudiables entrevistas en las que el invitado nunca era incomodado por preguntas indiscretas.

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De ahí hay que extraer la furia de los presu­puestívoros que ganaron mucho dinero por no hacer cuestionamientos compromete­dores y que hoy sienten la lengua reseca por falta de la vital mamadera pública. Y más grotesco todavía cuando, apelando a una his­térica vocinglería, se esfuerzan por mos­trarse como los propietarios de la moral y la honestidad intelectual, cuando sabemos que es totalmente del revés. Mientras más se des­gañitan, intentando disfrazar sus felonías de “interés público” y “defensa de la patria”, más se hunden en la vorágine de la impostura y la infamia. El futuro les depara un destino como el que vivieron: sus humos de vedettes se disiparán en el más absoluto anonimato y ostracismo. Porque efímera es la fama de los impostores y de nuevos Efialtes de un pueblo que solo quiere bienestar y paz social.

El periodismo militante de la patraña y la distorsión consciente de los hechos, que los presentan como ellos quieren y no como real­mente son, va desgastándose irremediable­mente en su seriedad y prestigio, hasta con­vertirse en cenizas o esporádicos rescoldos que recordarán aquellos buenos tiempos, después de renegar de la dictadura que sos­tuvieron por varios años, que fueron dilapi­dados por la barbarie de la mendacidad y la mediocridad lacerante de quienes se ence­guecieron con las veleidosas luces de neón. Hoy, por ejemplo, se obstinan en seguir dando pábulos a la movilización de los uni­versitarios para obstaculizar cualquier nego­ciación con el Gobierno. La ruin consigna es mantener encendida la llama del conflicto, porque, evidentemente, continúa ardiendo en sus espíritus innobles el fuego de la derrota. Les cuesta asimilar que, a pesar de los pode­rosos medios y recursos de los cuales dispo­nen (imperio construido durante la dictadura de Alfredo Stroessner), ya no son “dueños de la verdad” ni pueden manipular a voluntad la conciencia ciudadana. No pueden digerir que sus montadas campañas de desprestigio fue­ran sepultadas con miles de votos de aquellos que entendieron que los intereses sectarios de estos medios no representan los intereses del pueblo.

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