La idea de que el Estado es un empleador obligado de quien se encuentra tem­poralmente ejerciendo el poder es un concepto cultural muy arraigado que, contrariamente a quienes pretenden encerrarlo en el círculo exclusivamente político, ha trascen­dido a grandes sectores de la sociedad. Negar esa circunstancia sería analizar esta compleja reali­dad con variables reduccionistas cuya resolución, lejos de reflejar la profundidad de esta problemá­tica, tendrá un enfoque igualmente parcelado. Es el primer error que impide una reflexión cruda, pero necesaria, sobre lo que implica acceder a cargos públicos. Y, sobre todo, bien remunera­dos. Con una mirada hipócrita, por selectiva, solo estaremos alimentando el apetito morboso de la gente, sin contribuir a cortar de raíz este endé­mico flagelo.

Lo más lamentable es que algunos, sin rubori­zarse, condenan estas prácticas que alimentan con sus hechos. Cierto es que la clase dirigente debe dar el ejemplo con sus conductas rectilíneas, moralmente incuestionables, irreprochables en su vida profesional y privada. Pero es válido tras­ladar esa carga también a la ciudadanía para que los reclamos tengan la fuerza de las multitudes y no solamente de unos cuantos voceros. Muchos de ellos, para peor, sin credibilidad. En ese marco, las revoluciones éticas siempre quedan truncas. Son como oleadas de verano que desaparecen cícli­camente ante la presencia de nuevos fenómenos que acaparan la atención ciudadana. Y ese es un proceso en falta. Que debe promoverse a través de una escuela cultivadora de valores. Que vuelva a enseñar la relevancia del esfuerzo intelectual y el sacrificio del trabajo honesto para alcanzar los fines, personales y colectivos, de una comunidad próspera, tolerante y justa.

El principal obstáculo para la construcción de un Estado eficiente, que sea capaz de garantizar el bienestar general, la paz social y la preeminencia del mérito y la virtud por encima de los privilegios de círculos, es la dirigencia de bases, del partido que sea. El cliché de “para qué queremos el poder si no vamos a usarlo” tiene una única connotación: car­gos para los familiares y amigos. Invertir ese pen­samiento retrógrado es una tarea pedagógica pen­diente. La gran misión de ese poder es transformar la realidad de pobreza, exclusiones y analfabetismo que hace décadas nos agobia y encadena a nuestro país a un estado de postración permanente. Vivi­mos una paradoja inexplicable, como solía repetir un gran líder republicano ya fallecido: “Somos un país rico con un pueblo pobre”. Algún economista llamó a esta incongruencia la ecuación del diablo.

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Un buen punto de inicio para esa tarea pedagógica son las campañas proselitistas. En esa frenética faena por captar votos, el discurso no debe con­templar términos medios ni espacios para la duda o confusión. Se debe desterrar el concepto patri­monialista del Estado. En ese sentido, es dable recordar las palabras de quien fue candidato a la Presidencia de la República –cargo al que, pos­teriormente, accedió– Horacio Cartes, cuando remarcaba que “el Gobierno no es un botín de gue­rra”. Y añadía: “Debemos terminar para siempre con la idea de que hoy nos toca a nosotros porque ahora tenemos el poder”. Se refería, obviamente, a esa crónica perversión de privatizar lo público, a alambrar el Estado de acuerdo con el color de quien lo administra circunstancialmente. Y pode­mos decir, a juzgar por los resultados, que su dis­curso impactó, incluso, al interior del partido al cual representaba: la Asociación Nacional Repu­blicana. Fue el primero en superar el millón de votos en unas elecciones generales, libres, limpias y transparentes.

Cartes lanzaba sus proclamas durante el gobierno de Fernando Lugo, primero, y de Federico Franco, después (quien concluyó el mandato del primero, destituido por la vía del juicio político). Lugo y Franco habían reproducido las prácticas cliente­lares y prebendarias que los medios de comunica­ción y la oposición habían atribuido con exclusi­vidad a los colorados. Por eso se justifica nuestra apreciación inicial: de la necesidad de un proceso cultural y cívico que genere un cambio radical en la ciudadanía. De lo contrario, volveremos al viejo hábito de los parches. Amplios sectores siguen creyendo que “no aprovecharse del poder es de tontos”. Volviendo al expresidente que gobernó el país en el periodo 2013-2018, él también cum­plió su promesa de trabajar con los mejores sin importar sus inclinaciones políticas. Y así lo hizo, dejando índices extraordinarios en crecimiento económico, desarrollo humano y lucha contra la pobreza. Infelizmente, ese tramo histórico de institucionalización del Estado fue despilfarrado por el exmandatario Mario Abdo Benítez, quien desangró los recursos del Tesoro con cargos para amigos y operadores políticos. Situación de la cual los medios “amigos” jamás se percataron. Y menos publicado.

Actualmente, hay que admitirlo, tan delezna­ble costumbre se expandió en el Congreso de la Nación, como podemos comprobar y leer los últi­mos días. Y, aunque parezca irracional, aquellas cadenas mediáticas que callaron durante los últi­mos cinco años las tropelías de Abdo Benítez y su círculo inmediato, quieren ahora traspasar la res­ponsabilidad del Poder Legislativo al Ejecutivo. Una manera bien directa de cubrir los latrocinios del pasado reciente. Y durante el cual estas corpo­raciones periodísticas obtuvieron cuantiosos bene­ficios a cambio de su absoluto silencio cómplice.

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