Cuando seamos capaces de considerar al enemigo político como un simple adversario ocasional habremos dado un salto cualitativo hacia nuestra anhelada cultura democrática. Una cultura democrática que tenga a la justicia como basamento de la paz, sin la cual será imposible –como solía repetir un ilustre intelectual republicano– el trabajo armónico imprescindible que nos permita alcanzar los beneficios del crecimiento económico y el desarrollo social en un marco de libertad y respeto a los derechos humanos y ambientales.
Sin embargo, aun en las sociedades más desarrolladas, a veces se torna difícil conciliar las posiciones antagónicas generadas durante las batallas electorales. Una vez que el ganador se instala en el poder se prolongan las disputas, aunque por otras vías, pero iguales propósitos. Desgastar y hasta derrocar, si fuere posible, a quien administra el Gobierno. Por tanto, la batalla se declara incesante, sin atisbos de tregua ni trabajo cooperativo a favor de los grandes intereses de la República y el pueblo en general, sin distinciones cromáticas ni ideológicas. Esa, lamentablemente, ha sido la constante en nuestra historia política en los últimos 35 años. Durante la dictadura, el diálogo solo era dable entre los amigos. Para el resto, todo el rigor de un régimen despótico y despiadado.
El presidente Santiago Peña adelantó, a razón de la Nochebuena que celebramos en pocas horas más, que impulsará una “cultura del reencuentro” que nos abra el camino del debate respetuoso y productivo, despojados de los “odios y rencores” que nos distancian y enemistan, a veces, sin razones fundadas que, simplemente, se alimentan del fanatismo o la incomprensión que, en ocasiones, nacen de confusiones conceptuales o desencuentros discursivos que pueden tener un puente de entendimiento mediante el diálogo y la tolerancia. Para que este reencuentro sea viable y fructífero debe empezar por los parientes y amigos, como acertadamente apuntó el jefe de Estado. Porque, como solía decir el papa Juan Pablo II: “Para reconstruir una nación, primero debemos reconstruir la familia”. Familias fuertes en el amor y la solidaridad son los cimientos para un país igualmente fuerte en esos mismos valores.
Cuando se evaluó con solidez científica y principios filosóficos el paso de la Comunidad Económica Europea (1957) a la Unión Europea, los expertos e intelectuales de diversas disciplinas llegaron a la conclusión de que se hubiera empezado con los vínculos de la educación y la cultura para que dicha sociedad se consolidara con más rapidez y eficacia. De gran contribución fue el denominado “Informe Delors (Jacques)”, en el que se había insistido en mayores inversiones en el campo de la educación como un elemento clave para una mejor integración continental. Había establecido los cuatro pilares clave de la educación. A los ya tradicionales –aprender a conocer, aprender a hacer y aprender a ser– añadió un elemento sustancial: aprender a convivir o a vivir juntos.
Para que los buenos deseos del presidente de la República se conviertan en realidad será esencial que los líderes actuales (políticos, sociales, gremiales, empresariales) depongan su actitud de confrontación y empiecen a practicar la cultura de la cooperación. Estamos hablando de un proceso largo proyectado a involucrar a varias generaciones. Se trata de recuperar una escuela cultivadora de valores. Que, aparte del conocimiento, destrezas y habilidades, incorpore actitudes y comportamientos que contribuyan a formar ciudadanos comprometidos con la honestidad, la ética profesional y la moral personal. Ese es el camino para forjar un país mejor, que honre la memoria de los grandes estadistas que dejaron de lado sus ambiciones personales para poner a la nación en primer lugar.
Esa “cultura democrática” que abre las puertas al reencuentro entre paraguayos y paraguayas tiene dos ámbitos de gestación y fortalecimiento: el hogar y la escuela. Lo que no impide, insistimos, que tenga como punto de partida un amplio consenso sectorial para sacar al Paraguay de su estado de postración y pobreza. Y, sobre todo, para desalentar la corrupción mediante un ataque frontal e implacable a la impunidad.
El presidente Santiago Peña, ahora que exteriorizó su pensamiento tendiente a reconstruir la paz social, deberá avanzar hacia la siguiente etapa: formular una propuesta de unidad nacional para enfrentar los grandes compromisos que nos aguardan como país: la lucha contra la pobreza y la corrupción, una campaña a favor de una educación de calidad y una salud para todos, y una estrategia inteligente y firme para derrotar a la inseguridad y el crimen organizado. Ningún paraguayo de bien podrá rehuir esta convocatoria de la patria.