Es demasiado notorio que, antes de asumir siquiera Santiago Peña la Presidencia de la República, algunos medios de comunicación –especial­mente aquellos con aspiraciones de corpora­ciones hegemónicas– han tratado de instalar un ambiente desalentador para sus próximos cinco años. Se esforzaron por pintar un pai­saje sombrío, a pesar de la diáfana claridad del sol del mediodía. Es decir, cuando la ciudada­nía mantenía –y aún mantiene– su expectativa intacta en la capacidad de gestión del joven jefe de Estado, procuraron distorsionar el pano­rama político, social y económico hacia sus manipulados intereses. Cuestionaron hasta los nombramientos que son atribuciones constitu­cionales del Poder Ejecutivo. Como si quisie­ran armarle su gabinete. Y, con ello, marcarle la agenda, tal como hicieron con el anterior mandatario, con quien mantenían una cordial complicidad en los atroces hechos de corrup­ción consumados durante las horas trágicas de la pandemia generada por el covid-19. Prefirie­ron el ominoso silencio, creyendo que benefi­ciaba la imagen –hartamente deteriorada ante los ojos de la sociedad– de quien es considerado como uno de los presidentes más corruptos de la historia. Un periodo de estancamiento sos­tenido, de crecimiento cero, de aumento de la pobreza extrema y de los índices de desocupa­ción, pero de acelerado enriquecimiento de las empresas ligadas a Mario Abdo Benítez y su círculo más cercano.

En estos escasos noventa días de gobierno han agotado los adjetivos más fuertes y soeces para intentar descalificar a Santiago Peña. Paradóji­camente, los ardientes indignados ante las míni­mas dificultades propias de toda administra­ción gubernamental siguen sin remover los más graves latrocinios del periodo anterior. Salvo, naturalmente, algunos casos puntuales y aisla­dos, a los cuales, sin embargo, no les prestan el tratamiento que el buen periodismo recomienda y exige: el seguimiento sistemático hasta desnu­dar por completo los alevosos robos al Estado y a las empresas hidroeléctricas binacionales en condominio con Brasil y Argentina: Itaipú y Yacyretá, respectivamente. Recursos que debían estar destinados a los sectores más vulnerables de nuestro país, pero que sirvieron para exhibir una vida de lujo de unas pocas familias privi­legiadas. Ya lo dijimos en cientos de ocasiones, convencidos de que con la repetición constante se construye conciencia. Pues ya no quedan espacios para la impunidad que corroe las entra­ñas mismas de la democracia.

Algunos periodistas militantes no ocultan su aversión a la Asociación Nacional Republicana, pero en una delirante contradicción demues­tran su simpatía, apoyo y defensa de Mario Abdo Benítez. Así de incongruentes son. Algunos, muy sueltos de cuerpo, creyéndose más avispados que el resto de los ciudadanos, hasta le recomien­dan a Peña dejar de buscar excusas en el pasado, cuando que, en realidad, la verdadera intención de aquellos es sepultar los monumentales actos de corrupción que dejó esa administración como “presente griego” a las nuevas autoridades: des­pilfarro y descontrol en la utilización de los bie­nes públicos, una economía desquiciada, millo­nes de dólares en deudas con los proveedores del Estado y obras públicas ejecutadas –o iniciadas– con la más absoluta irresponsabilidad, sin con­tar con el debido financiamiento.

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Santiago Peña, hay que decirlo –alguien tiene que hacerlo–, está construyendo el futuro desde un presente comprometido con el bienestar colectivo. Al mismo tiempo, tiene la obligación moral de denunciar la corrupción, en todas sus expresiones, del gobierno anterior. De lo contra­rio, igual que la prensa amiga, sería cómplice de estos bastardeos administrativos. Por de pronto, algunas auditorías en proceso demostrarán el verdadero rostro de cómo se manejaron enton­ces los bienes del Estado. Y tan contundentes son las evidencias que ni los más verborrágicos argumentos podrán refutar ni desmentir.

Criticaron hasta los viajes al exterior del pre­sidente de la República, sin detenerse a eva­luar sus resultados. Hasta quisieron minimi­zar el histórico logro de importar por primera vez carne vacuna fresca y sus derivados a los Estados Unidos, alegando que el “trámite lo inició el anterior gobierno con el sector pri­vado”. En realidad, tal aspiración viene desde el 2005, sin que ninguno, hasta ahora, lo haya conseguido. Nadie podrá tapar que este inédito acontecimiento se materializó durante esta administración. Sin negar méritos a los demás. Pues, si no hubiera confianza en la gestión de Santiago Peña, el proceso podría haber que­dado indefinidamente dormido en los archi­vos del Departamento de Agricultura del país del Norte. Resultaría altamente saludable que estos medios de comunicación también empie­cen a hurgar en los “otros trámites”, de oscuros contornos, del gobierno que entregó el poder el 15 de agosto de este año, cuyas consecuencias continuará pagando el pueblo paraguayo. Pero está visto que optarán por la impunidad, antes que darle algún crédito a Santiago Peña. Feliz­mente, la multiplicidad de las fuentes informa­tivas hace más accesible el camino a la verdad. Mal que les pese a algunos.

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