Si la modernidad se caracterizó por la radical ruptura entre ciencia y fe o reli­gión, la posmodernidad se encargó de promover el escepticismo, la exaltación del individualismo, el desprecio a la razón y la relativización de todo lo existente. La verdad, por tanto, no existe. Y si existiera, no seríamos capa­ces de asimilarla. La realidad, en todo caso, es simplemente la construcción subjetiva de cada uno. Consecuentemente, vivimos en un mundo ilusorio y aparente, donde cualquier argumento puede ser rebatido, aunque las proposiciones exhiban ausencias de dudas mediante la presen­cia contundente de las certezas. Han pretendido arrinconar las evidencias a lo efímero, circuns­tancial y fugaz.

Hemos llegado al extremo de que “lo que no se publica no existe”. Como si todo aquello que los sentidos pudieran percibir, o la filosofía y la lógica demostrar desde reflexiones irrefutables, estu­viera pendiente de su exposición en los medios de comunicación y, ahora, en las redes sociales. Canales que se han convertido en fuentes inago­tables de ruines falsedades, groseras manipula­ciones e impúdicas distorsiones de los aconteci­mientos. De esta manera, los hechos quedarían sujetos a los caprichos de los empresarios, perio­distas y editores de corporaciones mediáticas o de quienes tienen el poder para influenciarlos con mensajes que solo sirven para aumentar las filas de las legiones de los idiotas, como sabiamente había anunciado Umberto Eco.

En nuestro país, algunas empresas periodísticas (con sus propósitos de espurios lucros) –donde lo canalla y miserable se impusieron a la ética y la verdad– se volvieron prisioneras de los capri­chos de sus patrones, con grandes aspiraciones de poder, pero con mayor cobardía para adentrarse en la arena de la política. Es a través de sus medios que exudan todas sus frustraciones y ambicio­nes soterradas (por pusilánimes). Y lo peor es que están envenenados por el mayor de los flagelos del alma humana: la envidia. Es la maldad de los mediocres, de aquellos que pretenden medir a los demás –sobre todo a sus enemigos– por el rasero de sus propias limitaciones.

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Las corporaciones mediáticas de Natalia Zuccoli­llo y Antonio J. Vierci han pervertido el mandato deontológico de esta profesión, que nació con la nobleza de los quijotes, para degradarla a la ruin­dad de los villanos. Mentir se volvió su profesión; la verdad, un estorbo. Todo cuanto pregonan desde sus radios, televisión o diarios despide el fétido y repugnante olor de la mala fe. Pero nada les inmuta a sus periodistas con ambiciones de estrellas, pues lo importante es agradar al amo y “echar en gorra” –como lo dijo alguien alguna vez– a la veracidad. Se apartaron de la descripción fiel de los hechos, pero dentro de un determinado contexto que facilita su compresión a cabalidad.

Contexto es exactamente el territorio que han violado sistemáticamente con la prostituida fina­lidad de exonerar al anterior presidente de la República Mario Abdo Benítez de todos sus crí­menes en contra de la patria (porque compar­tieron millonarios avisos fiscales), para inten­tar acumular y descargar toda la corrupción y debilidades institucionales del pasado sobre las espaldas del actual mandatario Santiago Peña. Se ha construido un puente afectando un territorio sagrado de uno de nuestros pueblos originarios. La obra es autoría de la administración Abdo, pero la responsabilidad –para ellos– es de Peña. ¿Acaso, por el solo hecho de haber dejado el cargo sus inmoralidades se volvieron inimputables? Lo mismo se advierte en la cuestión del “avance del crimen organizado en Paraguay”. Figuramos en cuarto lugar, pero ninguno de los medios afines a Mario Abdo Benítez sugirió siquiera que esta epidemia criminal se enquistó y creció durante el quinquenio anterior.

Es más, hubo cuatro o cinco casos en que estas corporaciones mediáticas criticaron agriamente a Santiago Peña por algunas de sus decisiones, pero, apenas el jefe de Estado revió su posición, fundada en la racionalidad de los argumentos, publicaron a grandes titulares: Otra “reculada” del presidente. La pregunta deviene pertinente: ¿Cuál era la real intención de estas cadenas perio­dísticas? ¿Lograr modificar lo que ellas conside­raban que no era correcto o simplemente criticar al mandatario por cualquier cosa? La ciudada­nía ya percibió con claridad que este último es el principal objetivo de quienes fueron silenciosos cómplices de la corrupción de Abdo Benítez. Que nada de lo que haga Peña calzará con sus propó­sitos. Es lo que la definición más sencilla resume como mala fe. Traducido en términos coloquiales: la intención consciente de engañar.

Las publicaciones de estos medios de comunica­ción nada tienen que ver con la verdad. Ni con la contundente realidad. Nunca tuvieron en cuenta ni la verdad lógica, ni la verdad semántica, ni la ver­dad filosófica. Así que lo que puedan exponer en los próximos días carecerán de cualquier sustento de credibilidad. Ya lo dijimos anteriormente y nos rea­firmamos ahora: el pueblo aprendió a decodificar los mensajes. Es por ahí donde deberían empezar a buscar las razones de sus sucesivas y abultadas derrotas electorales y fracasadas campañas perio­dísticas. Ojalá y mañana puedan empezar a recular de sus obsesivas y compulsivas imposturas.

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