Comúnmente, el error procede de la ignorancia, la confusión concep­tual o de una consciente mala fe. En todos los casos se pretende pro­yectar una falsedad como verdadera. Peor aún cuando, cegados por la petulancia o el fanatismo, no admiten su equivocación. Es más, martillan sobre el mismo yunque de una mentirosa cer­teza. Solo en la deliberada intención de menos­cabar la verdad, la rectificación es imposible, pues sus promotores persiguen un objetivo que trasciende los valores morales, las proposicio­nes lógicas y las fundamentaciones racionales. Cuando la falta no es intencional y uno asume la realidad de su visión distorsionada de los hechos y reflexiones construidas sobre premisas equi­vocadas, es factible retornar por el camino de la exactitud. O, al menos, aproximarnos a ella con la humildad y la nobleza de los que quieren aprender.

Los otros ambicionan infundir sus prédicas en nuestros espíritus y convencernos de sus manipuladas aseveraciones públicas sin aceptar posiciones en contrario. Hasta las igno­ran para que las opiniones tengan una sola direc­ción. Incluir la otra versión podría provocar dudas en los destinatarios de sus alterados men­sajes. Ese estado de vacilación entre dos puntos de vista tampoco es conveniente a sus inescru­pulosas pretensiones. Por tanto, desde la cum­bre de una engañosa infalibilidad proclaman sus absoluciones o condenas de acuerdo a qué lado de la línea se encuentran los objetivos de sus juicios. Así, la vieja dialéctica maniquea ami­go-enemigo adquiere de nuevo vigencia en este desgastado mundo cultural de nuestra política. Y se amplía a la mayoría de los medios de comu­nicación que perdieron el norte de su auténtica misión. Porque mienten, sabiendo que mienten.

No está en nuestro ánimo promocionar a quie­nes recurrentemente están apelando al escán­dalo como un único mecanismo para ganar noto­riedad política. Pero, a veces, se torna necesario enfocarnos en un tema para transparentar cues­tiones que merecen ser aclaradas. De improduc­tiva verborrea, algunas y algunos; de tosca ordi­nariez, otras u otros, y de irresponsables cuan delirantes denuncias, los demás, apelan a sus mejores esfuerzos histriónicos para ganarse un espacio en las cadenas de comunicación de Nata­lia Zuccolillo y Antonio J. Vierci (hay que nom­brarlos siempre), medios que nunca disimula­ron su aversión a los líderes de Honor Colorado, movimiento interno de la Asociación Nacional Republicana (ANR) y, luego, a sus candidatos para la conducción partidaria y la presidencia de la República. Y están en su derecho de hacerlo dentro de una sociedad libre. Solo que restringen la libertad de expresión a sus aliados de turno, prostituyendo este principio fundamental de la democracia que simulan respaldar. Para graficar mejor a los lectores desde una práctica depor­tiva que es fácilmente comprensible para todos: el fútbol. Visten la camiseta (primero, de Mario Abdo Benítez y, posteriormente, de Efraín Ale­gre), entran a la cancha, hacen bullas desde las graderías y, finalmente, para coronar sus des­varíos pretenden erigirse en árbitros. Jueces de honra ajena, pero nunca de la suya ni de sus cóm­plices.

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En setenta días, aproximadamente, se afanan por cargar sobre las espaldas del presidente San­tiago Peña el desquicio administrativo –con la corrupción en primer lugar– que el actual man­datario heredó de Mario Abdo Benítez. Tirando mierda en el presente, hay que decirlo, es la mejor estrategia que encontraron para cubrir la podredumbre del pasado. Eso se llama desviar la atención de los graves hechos de latrocinio, espe­cialmente en los ministerios de Obras Públicas, Salud y Educación, en el Instituto de Previsión Social y en las binacionales Itaipú y Yacyretá, gestados durante la anterior administración. Con millones y millones de guaraníes en con­cepto de “publicidad” –un soborno disfrazado– que contribuyeron para pagar los jugosos sala­rios de algunos periodistas “estrellas”, que se pasan despotricando contra los políticos “hijos de puta” que viven de “sus impuestos”, cuando no son, obviamente, los hijos de la madre que tie­nen en común: el odio a sus enemigos.

El penoso y degradante escándalo de tinte sexual que sacudió al Congreso de la Nación no fue originado en el seno de los legisladores del Partido Colorado. Pero, a toda costa, oposito­res (no todos) y cadenas mediáticas se empeci­nan en calificar este desenfreno verbal y moral como una cortina de humo creada por el oficia­lismo para distraer al público de los que ellos denuncian como “graves irregularidades” del Gobierno. La que más apuesta a esta hipótesis es la senadora que motivó la barahúnda con un escrito que recorrió una plataforma de mensa­jes. Y los afectados demostraron las evidencias con capturas de pantalla. Pero nadie se acercó a la protagonista de este adefesio para pregun­tarle sobre la maternidad del escrito en cuestión, por cierto, de muy baja estofa.

Y para corroborar quién es la que está obsesionada por continuar extendiendo la “cortina de humo” es la misma parlamentaria, quien declaró que, para cono­cer sus secretos y ganar su adhesión, un expre­sidente de la República le envió un Romeo para cortejarla. No es por error, sino por premeditada perfidia, que indicaron el lugar equivocado de dónde proviene el humo. Hay que buscarlo entre las ramas mojadas de la dislocación mediática que, para suerte de la democracia, ya no engaña a nadie. Tampoco irrita los ojos de un público que aprendió a mirar la realidad desde su propio dis­cernimiento. Y es lo único rescatable al final de la jornada.

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