La tragedia política de nuestro país está marcada por el fanatismo exa­cerbado, la animosidad revanchista y el resentimiento neurótico que pro­voca inestabilidad emocional. ¿Estamos exage­rando? De manera alguna. Quienes, incluso, no tienen el hábito de la información sistemática y cotidiana, de tanto en tanto, no pueden eva­dir datos que, por sus despropósitos, adquieren dimensiones de generalizado alcance. Y esto ocurre por medio de uno de los canales centra­les de nuestra cultura comunicacional: la tradi­ción oral. Datos que, a su vez, son enriquecidos por la generosa imaginación de nuestro pue­blo, cuyo ingenio para la sátira y la burla jocosa suele traducirse en frases lacónicas, pero demo­ledoras. A diferencia de lo que muchos diri­gentes partidarios creen, los sectores menos favorecidos con la educación no son recipien­tes dóciles que asimilan las propagandas como si fueran certezas irrebatibles. No. Poseen una capacidad natural para cribarlas, pasarlas por sus propios filtros y elaborar sus conclusio­nes. Nuestra gente se hartó de quienes trasmi­ten irritación y rencor a causa de sus derrotas electorales. Personas sencillas, pero que tienen la sabiduría del buen tino para saber exacta­mente qué conviene a nuestro país para cons­truir un proceso permanente de crecimiento económico equitativo, desarrollo humano y justicia social, como vías de acceso imprescin­dibles hacia una vida de calidad, con todos los componentes que ella implica: salud, educa­ción, seguridad, garantía alimentaria, igualdad jurídica y recreación. Pero estos presupues­tos son vaciados por la irascibilidad de quienes no tienen la necesaria madurez para asimilar los fracasos y administrar con templanza los triunfos. Triunfos y fracasos que los auténticos líderes apenas consideran como contingencias de las luchas que se libran con las armaduras de los valores, principios y convicciones. Cuando se carecen de estas cualidades humanas, fácil­mente se desbarrancan en la arrogancia o en la amargura. Así inician sus batallas personales de persecuciones u hostilidades, de acuerdo al lado de la moneda que les tocó caer, quedando la nación prisionera de quienes nunca lograron comprender el concepto del bien común, que es superior a las querellas, que debieran ser cir­cunstanciales, de los hombres.

Mirando las elecciones presidenciales del próximo 30 de abril, existe una regla común que parecen no entender quienes asumieron la agre­sión como única arma de sus campañas proselitis­tas: que los agravios suelen provocar una reacción adversa. Así quedó demostrado en los comicios municipales del 10 de octubre del 2021, cuando el síndrome autoritario del anticoloradismo pre­tendió instalar la consigna “ANR nunca más”, en alusión a la Asociación Nacional Republicana. Autoritario, decimos, porque se buscaba la pros­cripción política de sus afiliados y simpatizan­tes; encerrarlos en sus casas apelando al escar­nio público y descalificar al Partido Colorado por medio de historias mal contadas, en que ocultaron las luchas, méritos y virtudes de grandes e ilustres hombres del Paraguay, para zaherir el dedo en la llaga de sus errores y sus vicios. Historias relata­das por sus enemigos viejos y nuevos, y repro­ducidas con igual mala fe por algunos medios de comunicación, cuando así convenían a sus intere­ses. Esa sigue siendo una debilidad que los repu­blicanos tendrán que corregir en los próximos meses. Así los acontecimientos históricos podrán ser juzgados en el equilibrio fiel de la balanza.

Quienes viven atorados en el tormentoso pasado de que al poder se llega navegando en ríos de san­gre (verbal, en estos casos), solo deberían obser­var con minuciosa atención lo que pasó el 22 de abril del 2018. El actual presidente de la Repú­blica, Mario Abdo Benítez, pudo tener éxito mediante el mensaje de paz que proclamaron sus adversarios en las internas del 17 de diciembre del año anterior; es decir, los líderes del movimiento Honor Colorado. Aunque ganó las internas de su partido por esos insondables misterios de la polí­tica (el otro aspirante lo superaba moral e intelec­tualmente), tenía una personalidad que ofrecía muchas inconsistencias, debilidades y puntos vulnerables que presagiaban su derrota. Es por ello que los dirigentes que perdieron tuvieron la hidalguía de sumarse al proyecto colorado con un discurso pacificador que, luego, fue la impronta de toda la campaña.

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A muchos les cuesta todavía entender que el pue­blo espera propuestas creíbles, respuestas a sus reclamos, soluciones a sus urgencias y no un len­guaje que trate afanosa y desesperadamente de establecer categorías de ciudadanos de primera, de segunda y de tercera clases: los impolutos (ellos), los útiles a sus intenciones (los que puedan votarlos) y los “parias”, preferentemente los colo­rados con candidaturas definidas. Estos intole­rantes no tienen más finalidad que la destrucción del otro. Porque esa es la única estrategia que han diseñado con el objetivo de ganar las elecciones.

Saludable es rescatar que el candidato de la Aso­ciación Nacional Republicana Santiago Peña, si bien retruca los argumentos descabellados para que la mentira no se instale como verdad, hasta ahora ha demostrado mesura, cordura y, sobre todo, dominio propio para enfrentar a sus con­trincantes. Esa es, quizás, una de las claves para que figure en un cómodo primer lugar en las pre­ferencias electorales. Aunque algunos de sus correligionarios tratan de dinamitar su candida­tura desde adentro con una doblez que ya no sor­prende. Pero, como suele decirse popularmente: hay restas que suman.

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