El presidente de la República que asuma el próximo 15 de agosto deberá hacerlo con el principio básico de la competencia y los valores de la honestidad y la trasparencia. Con estos fundamentos será posible combatir con eficiencia la corrupción y cortar de raíz la impunidad.

El país ya no podrá soportar, sin colapsar, otros cinco años de improvisación, inmoralidad administrativa y reparto discrecional de los cargos sin considerar las cualidades éticas, la formación académica y la sensibilidad social de quienes tendrán a su cargo el honor de dirigir los organismos y entidades del Estado. Ninguna institución pública deberá escapar de la lupa escrutadora de los auditores, que tendrán la responsabilidad de sacar a luz las irregularidades del ejercicio que fenece, para empezar el nuevo período justificando así la confianza de los electores y ratificando la credibilidad (o legitimidad) de origen que puede perderse en el manejo del poder.

No es novedad que los delitos sin castigo tienden a reproducirse a velocidad geométrica, por lo que hemos venido dando vueltas en un círculo pernicioso donde los privilegios de unos pocos atentan groseramente contra las grandes necesidades de las mayorías. Los últimos indicadores del Instituto Nacional de Estadística (INE), en una investigación conjunta realizada con un organismo internacional, han demostrado que el año pasado hubo gente que se acostó a dormir sin probar un bocado en todo el día. Situación tan dolorosa como indignante.Se necesitará limpiar a profundidad ministerios, secretarías, sociedades anónimas (con mínima participación privada) y, sobre todo, las entidades binacionales Itaipú y Yacyretá, cuyos gastos sociales constituyen el secreto mejor guardado por sus actuales directores.

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Los órganos contralores están obligados a obrar con la trasparencia requerida para evitar que estos desmadres administrativos se reproduzcan en el futuro. Tampoco suele ser raro que las nuevas autoridades miraran hacia otro lado, ignorando deliberadamente los mecanismos de corrupción, con el propósito de utilizar las mismas vías con la misma finalidad. Ya no pueden existir espacios para la impunidad en el gobierno entrante. Salvo que se exponga al riesgo de ser arrastrado por ella. Es imposible seguir soportando esa lacerante ecuación de ser un país rico en recursos, pero con miles de familias degradadas a la extrema pobreza, sin considerar el hastío ciudadano que puede explotar en impredecibles crisis callejeras.

A lo largo de los últimos años hemos venido exhibiendo, con documentos probatorios, grandes hechos de corrupción del actual gobierno. Sin embargo, las medidas adoptadas, si las hubo, fueron muy blandas, cuando se exigía una respuesta drástica para dar cumplimiento a la promesa presidencial en los días iniciales de su mandato: “Caiga quien caiga”. En numerosas oportunidades habíamos escrito que existen cargas que no podrán ser evadidas por el Poder Ejecutivo ni por los funcionarios públicos de todos los rangos, pero especialmente por aquellos que ostentan un mayor nivel, porque, como lo expresa claramente la Constitución Nacional, en su artículo 242, segundo párrafo, es lo suficientemente explícito en cuanto a los “deberes y atribuciones de los ministros”, por ejemplo: “Son solidariamente responsables de los actos de gobierno que refrendan”.

Solo una ruptura radical con cualquier pasado de corrupción –con ejemplares sanciones, según los casos– abrirá las puertas para que el nuevo gobierno pueda contar con la participación comprometida y productiva de todos los sectores de nuestra sociedad para sacar al país del estado de postración económica, social y cultural en el cual se encuentra atorado en estos momentos. Y todo porque hubo terquedad para mantener en sus funciones a personas sin los atributos requeridos para desempeñarse en los puestos que les fueron asignados. Salud, educación y economía fueron los sectores más castigados por la improvisación. Hubo graves falencias para enfrentar la pandemia provocada por el covid-19, al punto que hoy debemos lamentar 19.688 fallecidos; un sistema educativo con déficits estructurales (curriculares, recursos humanos e infraestructura) y un crecimiento económico cero, a más de exorbitantes deudas que serán un peso extra para el entrante jefe de Estado.

Se asumieron compromisos sin contar con los recursos para honrarlos. Es por ello que muchas obras de infraestructura hoy están paradas. Son, por tanto, enormes y complejos los desafíos que deberá enfrentar el próximo mandatario. Aparte de su propia capacidad creativa, solvencia intelectual y ética profesional, estará obligado a armar un gabinete con las mismas características: con gente pensante, pero realista, que pueda diseñar un plan de contingencia y programas a largo plazo con vocación de políticas de Estado. No será fácil. Pero, si hay predisposición y buena voluntad, el camino estará allanado. Tampoco hay que abusar de la bondad de un pueblo que está empezando a perder la paciencia. No es la nuestra una receta infalible. Solo mucho de sentido de común y un honesto toque de atención.

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