La Justicia, influenciada por intereses políticos, no puede transfigurarse en guillotina para censurar la libertad de expresión –que es más amplia que la de prensa– ni los medios de comunicación deberían erigirse en garrote, con el pretexto de la libertad de expresión, para amedrentar a las instituciones jurisdiccionales cuando un ciudadano cualquiera que se sienta agraviado por algunas publicaciones reclame por la vía del derecho la reparación del eventual daño.

Los órganos periodísticos y los periodistas no estamos por encima de la ley, aunque algunos se hayan constituido en tribuna evidente –por tanto, comprobable– para la difamación, la calumnia y la injuria grave. Plenamente identificados con proyectos partidistas, para la defensa de tales posiciones sectarias no tienen límites morales para agredir, agraviar y denigrar a los adversarios de sus aliados. Nuestra libertad para informar o difundir nuestras opiniones editoriales está sujeta a la responsabilidad de demostrar cuanto afirmamos.

Por tanto, nuestra profesión es igual a la de los demás: médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, economistas. Estamos obligados a responder por nuestros actos o mala praxis. Sin admitir esta realidad, estaríamos sumándonos a una campaña de falsa solidaridad, hipócrita y oportunista, reclamando una impunidad que tanto criticamos al poder político. “No habrá delitos de prensa –señala claramente el artículo 26 de la Constitución Nacional–, sino delitos comunes cometidos por medio de la prensa”. Sencillo y claro.

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La turba de los “expertos” en libertad de expresión –alquilados, algunos– y la vocinglería de los precandidatos presidenciales buscando ganar espacios y congraciarse con los propietarios de los medios de comunicación, obviamente, nunca tuvieron una lectura más allá de sus propias miopías. De lo contrario, sabrían de la existencia de aquel libro

–imprescindible para cualquier escuela de comunicación– editado por Tomás P. Mac Hale, donde se desbroza con intelectualidad académica “La libertad de expresión, ética periodística y desinformación”, una trilogía crucial para nuestra profesión. La obra fue dada a consideración del público por el Centro de Estudios de la Prensa, de la Facultad de Letras, de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Vamos a abundar en transcripciones, como siempre decimos, en homenaje a la claridad. En la introducción, firmada por Mac Hale, puede leerse, sin posibilidad de dobles interpretaciones: “En la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas se proclamó en su artículo 19 que ‘todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin limitación de fronteras por cualquier medio de expresión’. Pero, también, en su artículo 29 se precisó que en ‘el ejercicio de sus derechos y el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley, con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general de una sociedad democrática’”. La conclusión del editor es que “de la conjunción de ambos textos se desprende que dichas libertades no tienen carácter irrestricto, reconociendo regulaciones, porque pueden afectar derechos de otras personas o principios generales significativos”.

Tal vez, los “profesionales” del derecho a la libre información deberían releer las famosas conferencias de Jacques Leaute, quien fuera director del Centro Internacional de Enseñanza de Periodismo de Estrasburgo, Francia, y que fueron recogidas bajo el título de la “Ética y responsabilidad del periodista” y editadas en formato de libro por el Centro Internacional de Estudios Superiores de Periodismo para América Latina (Ciespal), con sede en Quito, Ecuador.

A propósito de un tema muy actual, el autor señala que “a diferencia de la legislación represiva penal o pública; a diferencia de los códigos de deontología, de ética sindical, la responsabilidad civil es obligada por los tribunales civiles a buscar una certidumbre. El derecho civil admite la responsabilidad civil, es decir, admite la obligación de pagar daños y perjuicios a la víctima, a condición de que esta pruebe un perjuicio económico estimable, causado por una falta, voluntaria o involuntaria de alguien”. Y agrega: “La responsabilidad civil se remota al derecho romano. En la Ley Aquilia se decía que toda falta, voluntaria o involuntaria, por leve que sea, compromete la responsabilidad. Luego, en derecho civil, basta haber causado daño a alguien, por medio de una falsa noticia, sea esta involuntaria o voluntaria, la responsabilidad del periodista queda comprometida y aquí se origina la obligación de reparar el daño a la víctima”. Fin de la cita.

Los párrafos que anteceden deben convertirse en los verdaderos focos del debate. Y no amenazar a los jueces con someterlos al Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados por un fallo en contra de un medio. Quizás sea hora de que nos autorregulemos con un código de ética periodística. Sin medios de comunicación que apuesten a la democracia será difícil construir una democracia sustantiva y significativa. Si hacemos lo correcto, habremos de recuperar nuevamente la confianza de la ciudadanía. La autocrática, y no la soberbia, es el primer paso imprescindible.

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