Mario Abdo Benítez, convertido en presidente de la República por aza­res de una democracia de la cual se pasa renegando, nunca comprendió la lógica interna del poder ni sus repercusiones externas. A lo largo de estos últimos cuatro años, el mandatario se encargó de confirmar lo que la sociedad pensante ya manejaba como certeza: su escaso o nulo nivel intelectual. Ninguno de su entorno –o asesor alguno– se encargó de expli­carle –probablemente por las mismas debilidades cognoscitivas– la transitoriedad de todo gobierno en un Estado de derecho y que la soberbia solo provoca la generalizada repulsa ciudadana. Solo dentro de su círculo íntimo la adulonería servil se encarga de pintarle un país que no existe. Y, lo que es peor, el mandatario se lo cree. Por eso arremete contra sus críticos con una petulante arrogancia, verbalizando agresiones que nunca pasaron por el tamiz de la racionalidad madura.

Alguien se encargará, alguna vez, de recoger sus opiniones en dos tomos: “Antología del disparate” y “Diccionario del cinismo”. Es un desafío. Se autoproclamó “el presidente que mejor manejó la pandemia en toda la región”, entiéndase Amé­rica del Sur. Alguien tendría que haberle aler­tado antes de pasar tamaña vergüenza que, por su incompetencia y voracidad (y de todo su equipo íntimo), el covid-19 se cobró más de 19.500 vícti­mas. O de los hechos de corrupción, consumados y fallidos, con los recursos destinados a enfren­tar la crisis sanitaria que tuvo su mayor impacto el año pasado. Que, mientras se pavoneaba de la cantidad de kilómetros asfaltados durante su administración, la gente moría en los pasillos de los hospitales por carencia de un elemento vital: oxígeno. Una miserabilidad que deberá, nece­sariamente, enfrentar el juicio de la historia y la condena de los tribunales.

El presidente de la República nunca logró asimilar que su “único líder”, el dictador Alfredo Stroess­ner, y su propio padre “don Mario”, secretario privado del tirano, fueran desalojados del poder a cañonazos. Su alma supura rencor –y su ros­tro así lo evidencia– hacia aquellos “ingratos” y “traidores” que le “robaron” su existencia muelle y los lujos de oscura –aunque conocida– proce­dencia. Jamás pudo superar que, aquel joven que antes solo necesitaba hacer un chasquido con los dedos para que se cumplan sus más extravagan­tes deseos y antojos, pasara a vivir después sin pri­vilegios ni prerrogativas, como lo hace cualquier ciudadano común. Sin embargo, por alguna razón, aquellas ansias de potestades ilimitadas solo habían quedado en un temporal estado de reposo, pues, pasado cierto tiempo, toda aquella herencia demencial y sangrienta revivió en sus manos.

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Y tampoco le inmuta que esa fortuna malha­bida de la que goza su familia venga impregnada con el grito soterrado de miles de paraguayos que murieron en las mazmorras de ese régi­men criminal y execrable. Que chorrea sangre de inocentes. Que está empapada con el sudor de campesinos y obreros perseguidos, torturados, desaparecidos y masacrados por el solo hecho de soñar con una patria libre y democrática.

Un pueblo generoso le concedió la oportunidad de reivindicarse. De limpiar su rostro. Pero la vanidad pudo más, y se burló de ese mismo pue­blo reivindicando a cada paso a su más cruel ver­dugo. Prefirió cargar sobre sus espaldas la res­ponsabilidad de su progenitor, quien asentía con su silencio cómplice las barbaries del régimen.

Solemos reproducir sus “juicios” hacia nuestro medio con el único propósito de exponer ante el público su repetida escena, declamando discur­sos ordinarios provenientes de una mente de igual catadura. Remarcando la necesaria dife­rencia entre explicar y justificar, podemos enten­der el origen y el sentido de sus exabruptos, sus delirios y excitadas reacciones ante cualquier gesto de crítica hacia su gestión. Seamos más precisos: la ausencia de gestión. No adminis­tra absolutamente nada. Ni siquiera la cordura, la decencia y el equilibrio emocional. Está ner­vioso porque su precandidato a sucederle en el cargo de presidente de la República –que adoptó el mismo discurso arrabalero del oficialismo– no tiene chance alguna de ganar las internas del próximo 18 de diciembre. Aparte de las encues­tas, proyectando intenciones, la fuga masiva de sus adherentes pasándose a otro movimiento partidario se volvió habitual. Cotidiano.

Es que nadie quiere quedar pegado a un gobierno que pasará a la historia como el más corrupto de toda la transición democrática. Que no podrá evadir su culpa por las muertes que pudieron ser evitadas con capacidad previ­sora, eficiencia y honestidad. Que es cómplice de numerosas obras de infraestructura sobre­facturadas. Que fue el mayor beneficiado como proveedor privilegiado de asfalto a las empresas que trabajan con Estado.

Por todo esto, entendemos su angustia (la que no justifica sus extravíos verbales). Entendemos su desesperación para ubicar en la Fiscalía General del Estado a una persona afín que tratará de blan­quear sus latrocinios. El futuro del presidente Abdo Benítez es incierto y sombrío. Su panorama se presagia bastante tormentoso. La avalancha de juicios que podría tener por delante le agobia a todas horas. Hasta se dice incluso que, apenas concluido su mandato, buscará refugio inmediato en el exterior. Aunque, de hecho, Marito hace rato que vive luego en otro país: el país de las “mara­villas” inventado por él mismo y que solo él y su entorno disfrutan.

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