Si existe un tema de abordaje circular­mente recurrente en nuestra sociedad, ese es la educación. Y decimos circular, porque constantemente estamos vol­viendo al punto de partida. Con estadísticas de rendimiento preocupantes, procesos interrumpi­dos o fracasados, debates interminables entre los que saben y creen saber, contaminaciones ideoló­gicas y deplorable infraestructura.

Uno de los factores determinantes que desenca­dena este escenario dramático, o trágico, de uno de los pilares fundamentales para la transfor­mación cultural, social, económica y política del país es la improvisación al frente del Ministerio de Educación y Ciencias. Una improvisación que arrastramos por décadas: primero, por una ines­tabilidad permanente que impedía asegurar la gobernabilidad y la proyección a largo plazo de los secretarios de Estado de turno y, segundo, para­dójicamente, por la eternización en los cargos de personas que estaban sujetas a los arbitrarios designios de una dictadura que se encargó de pro­mover e imponer una sistemática alienación de los niños y jóvenes, de manera que sean funcionales a la “paz y el progreso” que reclamaba para sí aquel régimen bañado de criminal brutalidad.

Ni siquiera las instituciones privadas del nivel medio ni las universidades quedaban exentas del riguroso control de los organismos de seguridad que, con la sola “orden superior”, podían invadir sus dominios, apresar o exiliar a los docentes y reprimir a los estudiantes con delirante saña. De esa estructura opresora venimos. Y en los últimos treinta años de período democrático no hemos conseguido desmontarla y construir una escuela de valores en su reemplazo. Minimizar o ignorar esos antecedentes solo hizo que algunos vicios continúen arrastrándose hasta el presente.

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Es cierto que la reforma educativa Compromiso de Todos, de 1992, incorporó estos ingredientes en la formulación de la nueva propuesta pedagógica. Sin embargo, no logró permear todas las capas del sistema, razón por la cual todavía hoy observamos profundas rengueras en la construcción de una comunidad educativa fuerte, de imprescindible capital social, de una capacitación constante y sis­temática de los docentes y una remuneración que dignifique a los trabajadores del magisterio. Natu­ralmente, con infraestructuras adecuadas que posibiliten el proceso de enseñanza-aprendizaje en un ambiente sano y agradable.

Es innegable el profundo déficit en cuanto a conte­nidos que motiven a los jóvenes a la participación democrática. El resultado es la escasa presencia de esa franja etaria en los espacios de decisión que condicionan el presente y definen su futuro. Por eso las llamadas élites políticas no son removidas por otras nuevas. Y ese es un desafío cultural que ya no puede ser postergado por los mediocres que prefirieron invertir en rutas y no en la solución de esta crónica enfermedad que nos tiene postrados en la pobreza y el subdesarrollo.

A lo largo de estos años, el Ministerio de Educa­ción y Culto, luego de Cultura y hoy de Ciencias fue un territorio apetecido por oportunistas con aspiraciones en lugares de representación y un campo perverso de trueques o cuotas políticas. Muy pocas personas honraron ese cargo. Por su madurez para la autocrítica, la preocupación por los resultados que deviene de la competencia y la responsabilidad ética, y por la capacidad profe­sional para desempeñar sus funciones, casi todos coinciden en que las mejores ministras fueron Blanca Ovelar y Marta Lafuente.

Durante el gobierno del señor Mario Abdo Bení­tez, esa secretaría de Estado fue groseramente manoseada por la ineptitud, la complicidad interpartidista y la mediocridad. La designación de Eduardo Petta era muy obvia que procedía de un pedido del Partido Democrático Progresista (PDP), aunque ya se había afiliado nuevamente a la Asociación Nacional Republicana (ANR) des­pués de su paso fugaz por varias organizaciones partidarias.

El MEC no solo se paralizó, sino que involucionó y no solo por la incompetencia académica del señor Petta, sino, principalmente, por su intole­rancia para dialogar y acordar consensos con los diferentes estamentos del sector. Pero, más que nada, con docentes y estudiantes. Con una egola­tría que solo es comparable con la dimensión de su ignorancia, su paso por dicho ministerio fue un catastrófico fracaso.

Quien le sucedió en el cargo, Juan Manuel Bru­netti Marcos, tuvo una actuación absolutamente intrascendente. No dejó nada, ni siquiera para el comentario. Y el actual ministro, el ingeniero agrónomo Ricardo Nicolás Zárate Rojas, es una nueva muestra de improvisación y de que para el actual mandatario la educación nunca fue una prioridad.

El presidente que asuma el 15 de agosto del 2023 ya no tendrá espacio para maniobrar cupos par­tidarios en el Ministerio de Educación y Cien­cias. Tendrá que analizar serenamente el perfil técnico, su visión política y sus antecedentes éticos para impulsar esa revolución tan anun­ciada y esperada, pero nunca concretada, que pueda significar el despegue del Paraguay hacia su destino de bienestar colectivo. Para ello, también tendrán que articularse políticas de Estado en las otras áreas del quehacer guberna­mental. Cierto es que solo con la educación no será suficiente. Pero no es menos real que sin la educación nada será posible.

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