Si hubo un sueño que tanto anhelaba el pueblo paraguayo, que profesa la fe católica por encima del 90% del total de la población, era tener un cardenal. Sueño que año tras año seguía frustrándose, a pesar del testimonio espiritual, la consagración pastoral y la exposición diaria de sus vidas en defensa de los hermanos, de los niños, de los más débiles y de los más pobres, que muchos de nuestros obispos demostraron sobradamente a lo largo de su trayectoria misional. Predicando el Evangelio y honrando la palabra de Dios con la conducta personal.

Por su declarado enfrentamiento a la dictadura de Alfredo Stroessner, desde el púlpito de las homilías, no fueron pocas las esperanzas que el primer integrante del Colegio Cardenalicio fuera monseñor Ismael Rolón, arzobispo de la ciudad de Asunción, nombrado para ese cargo el 19 de julio de 1970 por el papa Pablo VI. Previamente, fue ordenado obispo de Caacupé en 1966. Tres años después, a raíz de la violenta represión de los órganos de seguridad del Estado en contra de estudiantes, campesinos, obreros y curas por la presencia de Nelson Rockefeller en el país, que continuó con asesinatos y la expulsión de sacerdotes extranjeros, como bien se detalla en un trabajo publicado por el P. José Zanardini, en señal de protesta, decidió suspender “la tradicional procesión mariana nacional de Caacupé del 8 de diciembre”.

Ismael Rolón había tomado posición a favor del pueblo perseguido y atropellado brutalmente en sus derechos más elementales.Apenas estrenado su traje de arzobispo, el 4 de febrero de 1970 presenta renuncia al Consejo de Estado, cargo que le correspondía por su investidura de acuerdo con la Constitución Nacional de 1967. Parte del escrito de monseñor Rolón definía su recia personalidad cristiana sin ambages ni subterfugios. “Por respeto a mi conciencia de obispo, me permito plantear con franqueza y claridad cuanto sigue: frente a la situación de crecientes abusos y patentes violaciones de los derechos humanos más elementales, se hace muy difícil mi actuación en el Consejo de Estado”, decía la nota en la que se excusaba de continuar asistiendo a las reuniones de dicho organismo, “mientras las reclamaciones básicas que la Iglesia ha hecho llegar al Gobierno no sean objeto de la debida consideración”. Ahí empezó el ataque inmisericorde de los órganos de difusión de la dictadura, especialmente en los programas radiales que se transmitían en cadena.

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Un año después, un sacerdote uruguayo que llegaba al Paraguay en una misión pastoral fue detenido y torturado por la policía estronista. Ismael Rolón respondió conforme con la gravedad del caso y excomulgó al ministro del Interior Sabino Augusto Montanaro, de acuerdo al Derecho Canónico. El arzobispo estaba siendo coherente con el llamado de ser “sal y luz” de este mundo. Para mantener el cuerpo libre de corrupción y alumbrar el camino de los demás con el buen ejemplo. Un ejemplo que se fundamenta en la verdad, que es la única que nos hace verdaderamente libres. Esa “verdad que nos hará libres” fue el lema que encabezó la histórica “Marcha del silencio”, en agosto de 1988, de la que participaron más de 50 mil personas. Un régimen agonizante daba sus últimos zarpazos, mientras la Iglesia católica paraguaya demostraba estar más viva que nunca.

Naturalmente, después de monseñor Ismael Rolón hubo otras personalidades de la jerarquía eclesial que merecieron la investidura de cardenal. Por ejemplo, Felipe Santiago Benítez. Pero no pudo ser. Quienes son creyentes de la fe cristiana saben que “los caminos de Dios son misteriosos” y que toda promesa se cumple en la hora perfecta del Creador. Y esa hora llegó. Fue el 29 de mayo de este año cuando el papa Francisco nombró a monseñor Adalberto Martínez Flores primer cardenal paraguayo, cuya investidura formal tuvo lugar ayer en el Vaticano. Lamentablemente, una comitiva innecesariamente numerosa acompañó al presidente de la República, Mario Abdo Benítez, para presenciar la ceremonia. Entre esas personas, algunas de confesiones religiosas protestantes que, evidentemente, no fueron hasta Roma por convicción de fe ni de espíritu ecumenista, sino por simple turismo. Turismo con dinero pagado por el pueblo paraguayo. Sin embargo, no pasa de ser una penosa anécdota ante un hecho histórico y singular para la Iglesia católica paraguaya.

El país celebra a su primer cardenal. Y nosotros quisimos hacerlo también honrando la memoria de un gran pastor de la Iglesia. Porque su testimonio de vida debe ser valorado y tomado como ejemplo para que monseñor Adalberto Martínez Flores siga el sendero de la “sal y la luz” ante tanta corrupción, pobreza, miseria, despilfarro y abuso de poder en el país. Y el nuevo integrante paraguayo del Colegio Cardenalicio, que tiene la misión de aconsejar al Papa y la responsabilidad de elegir a su sucesor, conoce perfectamente que “la verdad nos hará libres”. Y que el Señor no nos dado “espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”. Que así sea.

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