Una democracia de calidad reclama una ciudadanía con calidad. Una democracia que supere los for­malismos electorales –necesa­rios, pero no suficientes– implica, inexcusa­blemente, la consolidación de los enunciados éticos a través de una educación proyectada en la formación de una conciencia cívica per­manente, activa y responsable. Una educación que permita el descubrimiento, la adquisición y la asimilación de los valores que promuevan el pluralismo, el respeto al disenso, la convi­vencia civilizada, el debate tolerante y la par­ticipación eficiente. Esto, de ninguna manera, conlleva anular o amordazar la defensa apa­sionada de nuestros ideales, de nuestras con­vicciones ideológicas y opciones político-par­tidarias. Al contrario, es una invitación para abonar el territorio de las disputas discursivas con altura, contenido y aportes sustantivos para la construcción de una sociedad madura y con criterios independientes. Ya es tiempo de poner fin al palabrerío intrascendente, gro­sero, agresivo e infamante.

El argumento ad hominem, la descalifica­ción y los agravios solo sirvieron para cerce­nar la capacidad de discernimiento de las cla­ses populares. Y estos dirigentes sin estatura moral y sin habilidades dialécticas solo trans­mitieron a los electores sus incompetencias, frustraciones, rencores y amarguras. Es ese paisaje de fracasos el que debemos borrar, si verdaderamente queremos un régimen repu­blicano, donde la soberanía popular sea la piedra fundamental para alcanzar una mejor calidad de vida. Dos grandes pruebas tendre­mos los paraguayos en los próximos meses: las internas simultáneas del próximo 18 de diciembre y los comicios generales del 30 de abril del 2023.

El Poder Ejecutivo no tiene el patrimonio de la democracia. La Constitución Nacional, pro­mulgada el 20 de junio de 1992, concede gran­des atribuciones al Congreso de la Nación. Y el Poder Judicial incorporó dos figuras que aspiraban a garantizar la independencia y el perfeccionamiento de la administración de Justicia en el país: el Consejo de la Magistra­tura y el Jurado de Enjuiciamiento de Magis­trados. Sin embargo, ninguno de ellos logró compatibilizar sus visiones institucionales y, para peor, se dejaron manejar por intere­ses sectarios, por lo que la democracia se fue desmejorando aceleradamente por atisbos de autoritarismos, cobro de facturas y manifes­taciones explícitas de prepotencia. Las víc­timas recurrentes y repetidas son siempre los sectores cada vez más empobrecidos de nuestro país. Hoy vivimos un cuadro de dra­matismo extremo: desocupados, grave dete­rioro de la seguridad alimentaria, corrupción extendida e impune, sistema de salud colap­sado y una educación sin visos de transforma­ción. Guardamos, ex profeso, para el final, el problema de la infraestructura. El presidente de la República, Mario Abdo Benítez, no deja pasar una oportunidad para vanagloriarse de los presuntos logros en cuanto a kilometra­jes de rutas asfaltadas construidas durante su gobierno. Debemos decir, sin embargo, que no pasa un solo día sin que los medios de comu­nicación, incluyendo los amigos del poder, publiquen el calamitoso estado en que se encuentran cientos de tramos que son abso­lutamente intransitables. Las imágenes de puentes improvisados y caminos cenagosos son irrefutables. El resto es pura demagogia para embaucar incautos.

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La mayoría analfabeta y corrupta del Con­greso de la Nación no puede ser exonerada por los atributos de las excepciones. Solo nos queda el cuadro de las salvedades para no incriminarlos con las generalidades. Durante estos últimos cuatro años, la vocinglería y los votos de los brutos, los corrompidos y faná­ticamente intransigentes convirtieron a las cámaras de Diputados y Senadores en un tea­tro de espectáculos variados y de baja ralea, aunque de elevados costos. Tanto presu­puesto que paga el contribuyente no se jus­tifica con tan poca producción a favor de las clases más necesitadas. Los que más vocife­ran por la “honestidad y el compromiso con la patria” perdieron más horas tratando de congraciarse con algunos medios periodís­ticos –en un afán enfermizo de figuración–, que cumpliendo con sus funciones, deberes y obligaciones constitucionales. Usaron más su tiempo para la payasería, la difamación, la calumnia y la injuria, que en procurar leyes que contribuyan a mejorar la calidad de vida de los paraguayos y paraguayas.

El gran desafío de elegir a los más aptos, a los más competentes –los que saben qué tienen que hacer y cómo hacerlo–, a los más pulcros éticamente hablando tiene dos paradas. Ya lo dijimos. Es el pueblo el que tendrá en sus manos definir si quiere seguir prisionero de los indeseables de siempre, de todos los parti­dos, o si dará un giro radical y consciente para elegir a aquellos que puedan garantizar, con la participación de los mejores, sin exclusio­nes, días mejores para el Paraguay. No es una decisión complicada. Solo hay que pensarla serenamente. Las futuras generaciones nos agradecerán.

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