Prepotente, soberbio, arrogante. La agresión verbal del vicepre­sidente de la República, Hugo Velázquez, a una colega de Nación Media confirma su vocación de aprendiz de dictador. Su hilacha autoritaria no le per­mitió responder una pregunta con decen­cia, altura, educación y con la templanza que demanda el carácter de quien ambiciona nada menos que la primera magistratura de la nación. Representa un verdadero peligro para la libertad de expresión, piedra angular de la democracia. Y la democracia, le expli­camos para que sepa, ya que aspira a tan elevado cargo, se fundamenta en el sufra­gio universal y la opinión pública. Debemos presumir, ya que en su currículum se lee “abogado”, que la arrogancia –esa enfer­medad provocada por el exceso de la propia estima– obnubila la razón. No sería raro en un ambiente como el del protagonista, quien intentó menospreciar y denigrar a una tra­bajadora de la comunicación, el conoci­miento sea arrumbado al rincón de las cosas sin interés ni utilidad, porque lo único que tiene valor para él es la continuidad en el poder, precisamente para seguir desviando recursos que deberían destinarse a garanti­zar una mejor calidad de vida a los ciudada­nos y ciudadanas de nuestra nación.

Es la consagración extrema e insolente de la desfachatez de parte de quien, por lo visto, considera que el poder lo ubica por encima de los demás seres terrenales y, por eso, lo uti­liza discrecionalmente para su propio prove­cho y su círculo más cercano y demás cupos políticos, burlándose así de las instituciones y subestimando la capacidad de discerni­miento de nuestro pueblo. El cargo de vice­presidente de la República no le puede eximir de reconocer el horario laboral diario. Al con­trario, lo obliga a ser el primero en cumplirlo para ser el ejemplo de los funcionarios públi­cos. El verdadero líder enseña con el ejemplo y predica con la virtud, y no amparándose en justificativos ridículos y rebuscados, con descontroles verbales y emocionales, en un vano intento por defender su violación a las normas democráticas de respetar las leyes y anteponer la razón reflexiva a la bravuco­nería patotera, que confirma una personali­dad sin moral, sin contención emocional y sin códigos éticos. Si llegara a conseguir su obje­tivo, sería una doble desgracia para la Repú­blica. Porque deberíamos sumarla también a esta tragedia sinfín que representa para la sociedad el gobierno de Mario Abdo Benítez.

El respetado y talentoso ex director del dia­rio El País de España, Juan Luis Cebrián, solía certificar que “la afición de los perio­distas a ser políticos apenas es, sin embargo, censurable si se la compara con esa otra mucho peor de los políticos a ser periodis­tas”. La iracundia de Hugo Velázquez contra una mujer colega de la prensa es la expresión más clara de que no está preparado para con­vivir en una sociedad civilizada, donde los inquietantes requerimientos de los medios de comunicación constituyen la mejor garantía para construir un país de voces plu­rales, de confrontación algunas, de algunas similitudes otras, y de sorpresivos y moles­tos interrogantes, los demás. Alguien que quiere ser presidente de la República debe estar preparado –anímica, mental y espiri­tualmente– para responder todos los cues­tionamientos, principalmente aquellos que más atentan contra su habitual zona de con­fort, donde las preguntas son complacientes, cómplices y domesticadas por el poder. Lo sentimos mucho, no es nuestro caso.

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Según la peregrina teoría del señor Hugo Velázquez, un vicepresidente de la Repú­blica no está obligado a estar en su oficina, a cumplir horario (como lo hace el humilde portero). Por lo tanto, en horas de la mañana puede estar jugando al truco, alimentando sus caballos de carrera o visitando a los representantes de los comerciantes de Ciu­dad del Este, quienes fueron sus clientes preferidos durante su época de fiscal fronte­rizo. O, sin ánimo de ser grosero, solo a modo de extremar los ejemplos, obligados por la estulticia del preopinante, podría estar en un motel mientras los reclamos se amonto­nan en su presunto lugar de trabajo. No deci­mos que este sea el caso del señor Velázquez, solo repetimos, estamos forzando situacio­nes que pudieron darse en el pasado o, bien, puedan darse en el futuro, si siguiéramos la lógica torcida de su pensamiento en cuanto a su responsabilidad con el Estado.

El precandidato Hugo Velázquez tiene un pasado turbio. Su imagen no es la del hombre honorable y político decente, como pretende proyectar y engatusar a los electores colo­rados. De pobre funcionario, que viajaba en colectivo, se hizo inmensamente millonario negociando con “empresarios” de frontera o como traficante de influencias, concediendo jugosos e irregulares contratos a sus ami­gos, como lo venimos denunciando diaria­mente. Ahora debemos añadir a su tenebrosa hoja de vida su intolerancia a la libertad de expresión. Un dictador en potencia del cual el pueblo tendrá que cuidarse para poner a salvo esta democracia que tanto nos costó conseguir.

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