La política es un campo profesional en el que, a pesar de su rigurosidad como ciencia, no se exige certificado de competencia. No estamos hablando de la acumulación de títulos universitarios, sino de la capacidad de abstraer conceptualmente sus principios y fin último. Sus acciones están orientadas hacia el bien común. Bien común que se organiza a través del Estado y que se pone de manifiesto con los medios de que dispone el Gobierno.

Partiendo de estas premisas, la administración del Estado queda a cargo del Gobierno. Y es el Gobierno el que tiene en sus manos seleccionar a las personas que llevarán adelante ese gran compromiso. Y dentro de nuestro sistema constitucional es el Poder Ejecutivo al que se le concede esa facultad. Es su atribución exclusiva, por lo que en su buena decisión queda asentado el porvenir del país. Esa facultad, sin embargo, no representa una concesión gratuita. Conlleva la carga de la responsabilidad. Compartirá los errores de sus ministros y directores de entes públicos. De la sabiduría y de la honestidad de un buen líder dependerá el bienestar general de una sociedad. El proceso no es tan complicado si se lo analiza desde una mirada lógica. Mirada que muchas veces se empaña por la falta de una fiel compresión de lo que hay que hacer o por la soberbia de creerse superior a los demás y rechazar con desprecio cualquier crítica o consejo. En el poder es donde el hombre evidencia su verdadera naturaleza.

Es en la humildad de interpretar la verdadera función de la crítica donde residen la magnitud de la sabiduría y el éxito de la enorme empresa de gobernar un país. La humildad no debe confundirse con debilidad ni la crítica con los irracionales ataques de los adversarios que solo apuntan a contribuir al fracaso del oponente político en función de poder. Sin embargo, algunos presidentes de la transición democrática fueron empecinadamente tercos y caprichosos para reorientar rumbos de algunas desacertadas determinaciones. O para remover de sus cargos a funcionarios en situación de confianza que nunca demostraron pericia para desempeñarse al frente de sus respectivas instituciones. Las consecuencias de esa obstinada testarudez, que denota soberbia, las pagamos todos los ciudadanos que contribuyen con sus impuestos para mantener la burocracia estatal. Los responsables, por lo general, quedan absueltos por la vorágine de una política en constante movimiento. Alguna vez debemos detenernos como sociedad para condenar a quienes han empobrecido al país con mala gestión, imprevisiones y corrupción.

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Hoy el Gobierno concentra, casi con exclusividad, todos sus esfuerzos en actividades político-partidarias, cuando el país reclama la presencia dinámica de un Estado que intervenga con los recursos a su disposición, legales y económicos, para enfrentar y suavizar esta crisis que va adquiriendo contornos de dramatismo. La escalada de precios parece no tener fin; en tanto, el poder adquisitivo de la clase trabajadora se está volviendo cada vez más raquítico. Esta situación viene a corroborar lo que hace tiempo venimos señalando: que el Poder Ejecutivo no cuenta con un laboratorio –o gabinete– multidisciplinario de contingencia integrado por hombres y mujeres con talento y compromiso con la patria, que ayuden a buscar soluciones alternativas para aliviar esta enorme presión socioeconómica que nos está aplastando como pueblo. La sociedad presencia con preocupación la falta de respuestas de unas autoridades que no demuestran capacidad de reacción ante la profundización de nuestros dramas cotidianos.

La lucha por la supervivencia es encarada desde varios frentes, que ya no se reduce al impacto de la pandemia provocada por el covid-19. Otras enfermedades nos acechan con igual letalidad. Los pacientes oncológicos están sin medicamentos. Ahora quedó al descubierto que en el interior de la República la terapia para niños es casi inexistente. Al aumento de los precios de los combustibles se suman los de panificados y lácteos. El subsidio a Petróleos Paraguayos (Petropar) significará, aproximadamente, 20 millones de dólares mensuales para el Tesoro público, o sea, todos nosotros. El acceso a la carne se hace cada vez más difícil y para algunos sectores en líneas de vulnerabilidad se tornó imposible. Mientras, el uso abusivo de los gastos sociales en las hidroeléctricas binacionales sigue en la más absoluta impunidad. Sin ánimo de transparentar los destinos de las supuestas inversiones. El Gobierno no puede seguir empeñado en electoralismos cuando que la crisis empieza a enviar señales de sismo. Nunca debe subestimarse la paciencia de este noble pueblo.

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