No hay que complicarse demasiado ni hacer piruetas intelectuales para encon­trar el significado exacto de una pala­bra que, suele ocurrir, aunque sea de repetición cotidiana, no siempre podemos definirla correctamente cuando así nos exigen. Para nosotros, la primera fuente de consulta es el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. En los últi­mos días se ha insistido, y con razón, en que algunos integrantes de la Cámara de Diputados –opositores y oficialistas– han convertido la política en un espec­táculo grotesco, llevando sus representaciones hasta ese recinto donde la gente espera la formulación de leyes que contribuyan a su desarrollo social, econó­mico y cultural. Y espectáculo, nos explica el DRAE, es “función o diversión pública celebrada en un tea­tro, en un circo o en cualquier otro edificio o lugar en que se congrega la gente para presenciarla”. Y, en otro punto, y en otro contexto, añade: “Acción que causa escándalo o gran extrañeza”. Veamos lo que dice de escándalo: “Alboroto, tumulto, ruido” y “desenfreno, desvergüenza, mal ejemplo”. Todas estas acepcio­nes pueden resumirse en lo que hemos presenciado últimamente en dicha Cámara del Congreso. Y con la palabra “desenfreno”, para evitar interpretaciones equívocas, nos referimos exclusivamente al hecho de despojar de toda moderación la lengua al momento de referirse a los adversarios de dentro y fuera del Parla­mento Nacional.

La política como espectáculo y como escándalo se vol­vió un mecanismo recurrente, y altamente censura­ble, para captar la atención del público-elector. Y si se ha multiplicado a ritmo geométrico es porque encon­tró terreno fértil en muchos medios de comunicación. Es que en los últimos años se ha perdido la frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso y amarillo, afirma atinadamente Mario Vargas Llosa en su libro “La civilización del espectáculo”. Pero a diferencia del tratamiento ligero, superficial y ameno de la noticia, característica cen­tral de la prensa light, como lo plantea nuestro escri­tor, muchos medios locales han caído en la perversa manipulación de los hechos, pretendiendo construir la realidad de acuerdo con sus intereses, presionando a los protagonistas con miserables amenazas de san­ciones de repudio social si no actúan conforme con los dictados de sus primeras planas. La desespera­ción por imponer su voluntad los lleva –a estos medios y a estos políticos– a publicaciones distorsionadas y declaraciones mendaces –siendo la verdad la primera víctima–, con el descarado propósito de engañar a la sociedad desde sus plataformas de falsedades y fala­cias difundidas con preconcebida mala fe.

Con el respaldo de estos medios que se consideran los propietarios de la opinión ciudadana, algunos dipu­tados y diputadas han querido arrasar con todos sus colegas que piensan diferente sin más argumentos que la vocinglería de las turbas y un lenguaje soez, desenfrenado, infame y vil que desacredita a quien lo pronuncia y no a los destinatarios de sus exaltadas descalificaciones. Estos legisladores que intenciona­damente subestiman a nuestra sociedad, conside­rándola de escasa formación intelectual y, conse­cuentemente, fácilmente manipulable, se han llevado una inesperada sorpresa. La ciudadanía, de todos los niveles, se hartó del mediocre espectáculo de quienes se consideran moralmente superiores a los demás. Y ha demostrado su hartazgo con un silencio decepcio­nante para aquellos que esperaban que sus sobreac­tuaciones actorales en la Cámara de Diputados iban a tener el eco resonante de las masas. Ya no se engaña al pueblo con humo. Hace tiempo que aprendió a disi­parlo para ver la realidad más allá de miradas ajenas para escudriñarla con sus propios ojos y su propio entendimiento.

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Sabido es que todos los medios de comunicación –de aquí y de todo el mundo– tienen sus explícitas prefe­rencias políticas. Pero si esa decisión, que se presume de honestidad ante los lectores, no se comporta den­tro de los cánones de la información veraz y respon­sable, termina convirtiéndose en un arma inmoral y repudiable para toda buena conciencia. Porque no tiene límites al momento de difamar, calumniar y vili­pendiar a sus contrincantes, agrediendo sin funda­mentos de certeza el buen nombre y la honra ajena. Circularmente, eso también ocurre en el campo polí­tico. Así procedió recientemente una diputada del Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), quien des­parramó furibundas, desatinadas y graves acusacio­nes en contra de varios de sus colegas –desde contra­bando hasta narcotráfico– sin más pruebas que sus arrebatos emocionales. Luego tuvo que desdecirse públicamente, pero el daño ya estaba hecho.

Otra diputada, pero esta del Partido Encuentro Nacional (PEN), derrochó poses teatrales durante la presentación del libelo acusatorio contra la fiscala general del Estado, Sandra Quiñónez, denigrando a todos quienes no acompañaban el planteamiento del juicio político. Con histrionismo quiso cubrir los huecos de sus débiles argumentaciones. Esta asocia­ción ilícita para mentir entre políticos y empresarios mediáticos podría dañar peligrosamente a las insti­tuciones democráticas y a la democracia misma. Un daño del que nadie se hará responsable, pero que pro­porcionará nuevos motivos para la crítica a quienes, justamente, propiciaron este perjuicio. Gran respon­sabilidad tenemos los medios de comunicación y los líderes de opinión para restablecer la verdad como guía de todas nuestras actuaciones. Los que siguen apelando a la mentira como método para procurar imponer sus intereses terminarán sepultados por el peso de sus imposturas.

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